Crónicas + Desinformadas

El hombre aún no puede revivir a los muertos, pero de tanto en tanto Hollywood revive sus viejos éxitos, sepultados tiempo atrás en el inconsciente colectivo, y da rienda suelta al negocio de la nostalgia. A veces, el homenaje es bueno y emotivo. Y, por qué no, justo. Pero otras veces, parece sólo un invento del departamento de marketing.

Para hacer comedia en este mundo, hay que estar loco. Y para hacerlo realmente bien, hay que estar prácticamente al borde de la internación. Tiempo atrás, le pidieron a un loco hacer el papel de otro loco. Pedírselo fue, por supuesto, otro acto de locura. Pero la locura tiene algo que raramente vas a encontrar en este planeta: la locura tiene chispa. Y eso es lo que sucedió.

Con toda esta búsqueda frenética del submarino ARA San Juan y los 44 tripulantes argentinos, en medio de la desesperación, la supuesta falta de oxígeno y demás peligros en ciernes, uno se pregunta: ¿para qué corno inventó la humanidad algo tan contraproducente como un submarino? Digo yo: ¿por qué no nos quedamos en disfrutar de la superficie en barco, la bella línea horizontal del horizonte, el mar meciéndose por todas partes, y nos dejábamos de jorobar de una buena vez?

De todas las modas tontas –que de por sí ìntrínsecamente toda moda es tonta- la más demencial, sin dudas, es el tattoo. Y esta costumbre que debió permanecer sólo reservada al rubro de los piratas y, si se lo permite, a algunos tumberos, creció, se expandió y se multiplicó hasta límites insospechados. Y, dígamoslo ya, preocupantes.

Se supone que la humanidad nunca estuvo, en toda su historia, tan bien comunicada como ahora. Se supone, digo. Porque, a decir verdad, si hay algo que nos falta es comunicarnos. No quiero entrar aquí en este sitio tan prestigioso, a reflexionar sobre las amistades virtuales, lo barato de tener amigos en Face, y la mar en coche. Quiero contar algo más humilde, más pequeño y más sencillo: mi problema serio y perjudicial con el mundo emoticón.

Los argentinos estamos al tope de la lista en pillería, pero andamos siempre cuesta abajo cuando se trata de encontrar a un guía espiritual. Alguien que, medianamente no sucumba a las tropelías y tentaciones de este mundo de cuarta, pero siempre tan apetitoso para darle una mordida.

Cuánto extrañamos a Antonio Di Benedetto, sobre todo ahora, que escribir y publicar en redes es gratis como el aire y cada cual da rienda suelta a la escritura como si fuera expulsar heces. Justamente él que hizo de la economía de palabras, un sello.

Días atrás se fue, señores, Tom Petty uno de los grandes paladines del rock. Cómo lo quiero y cómo lo escucho. Creció a la sombra de otros colososos como Bruce Springsteen y Bob Dylan –con quien formó un grupo fugaz y de culto, los Traveling Wilburys-, tal vez por eso, Petty no tuvo en la Argentina el protagonismo que se merecía. Sólo lo tenemos de oído de clásicos como “Free fallin”, “Into the great wide open” o “Learning to fly”, y la mayoría de nosotros ni siquiera sabemos que esos hitazos tienen la firma del gran Tom.

Que Lucrecia Martel, se proponga dirigir la obra cumbre de Antonio Di Benedetto, una novela  que, uno podría pensar, se resistía a ser llevada al cine, vaya y pase. Es el temor –o la ambición, depende de dónde se lo vea- de todo autor: que alguien, estando él vivo o no tanto, decida adaptar su obra a la pantalla grande, convencido de su potencial cinematográfico.

Que se haya muerto Hugh Heffner, creador de la mítica Playboy, que haya esperado 91 años de su vida para hacerlo y que haya partido precisamente ahora, tiene un sentido sincrónico. Hugh eligió retirarse de este mundo, justo cuando los playboys están en retirada y es un capítulo cerrado y pisado.