Crónicas + Desinformadas

Ni la pelea contra el narcotráfico. Ni la pobreza que crece. Ni las salideras bancarias. Ni los crímenes pasionales. Ni los piquetes que aquejan más allá toda ideología. El enemigo Number One de la Argentina sigue, fue y será la inflación.

Tal es el boom de la nanotecnología, los nano satélites e incluso el desborde de drones y dispositivos aéreos minúsculos que ya nadie sabe, a ciencia cierta, acertar qué es un objeto de vigilancia y qué es una nave transportando alienígenas. Acaba de confirmarlo la Oficina del Director de Inteligencia Nacional de la Casa Blanca de los últimos 366 avistamientos de objetos voladores no identificados, 171 no lograron determinar de qué se trataban. Tiempo atrás, a cada visita extraterrestre había un puñado de locos que los filmaba y revolucionaba sus vidas. Pero ahora, por más que venga y desembarque una nave nodriza todo el mundo dudará si es o no una nueva clase de dron Made in China.

Nunca he visto gente con tanta fe como los turcos. Conocí historias de familias que sufrieron tragedias que derrumbarían tu vida, pero ellas, ni una queja. Me contaron historias del intento de golpe frustrado, años atrás, que fue realmente una movilización popular envidiable de defensa de la república. 

Siglos atrás se afirmaba que el asiento del ser humano estaba en el corazón. Allí vivía su alma y desde ahí irradiaba la fuerza vital a todo el resto. Tiempo más tarde, se empezó a localizar el epicentro del hombre en el cerebro: esa bola mágica, eléctrica, misteriosa, llena de interconexiones que, según los neurocientíficos, podían explicarlo todo. Pero desde hace poco tiempo, primero con sugerencias tímidas de la ciencia, y luego con un aluvión de libros se ubicó el epicentro del ser humano, de la cintura para abajo. Hoy en día, el destino de la humanidad, y por qué no de su quehacer y su malestar diario, está entretejido en sus mismísimos intestinos. 

Hace 14 años que no tomo alcohol. No digo que no lo haya extrañado. No ahora, después de todo este tiempo. Me refiero al comienzo, cuando el tirón de la copa de vino en la cena. O la espuma del fernet con coca aún movían instintivamente mi mano. 

No llueve. O, si llueve, llueve cada tantísimo y lo hace en goteo. Antes, sin ir más lejos, las lluvias eran copiosas y torrenciales. Había días enteros de tormentas donde ni el paraguas servía para evitar mojarte. Recuerdo de chico, semanas completas y hasta meses, sobre todo los primaverales, donde llovía cada dos por tres, religiosamente. Pero ahora, según acaba de revelarse, más de la mitad del país sufre de sequía. Y los cultivos y ganadería corren peligro como pocas veces en la historia.

No hay que sacarlas a pasear. No dejan pelos. No tienen piojos. No implican gastos de veterinario. No se castran. Y, lo mejor, no mean y menos aún, lo otro. La mascota virtual es, sin dudas, el animal más práctico del mundo. La primera se lanzó en los ’90: el famosísimo Tamagotchi. Lo concibió una psicopedagoga en Japón y luego fue refinada por un coloso de los videos games. Aquel juguetito incorporaba un rasgo original: si el niño no alimentaba y daba amor a su Tamagotchi, al menos de tanto en tanto, el pobrecito se moría.

Cada vez que llega un año nuevo, la humanidad respira esperanzada. Siente que, de alguna forma, la vuelta de calendario es un borrón y cuenta nueva. Una posibilidad de cambio. De crecimiento, de evolución. El equivalente a presionar el botón del inodoro: cree, en su infinita ingenuidad, que todo lo que ha arrojado allí en el viejo año, por la magia de un golpe de botón, irá a parar fuera de su vida, al mar abierto.

Cuando uno pierde hay mil lecciones por delante para reconocer: cosas a corregir, asuntos a ajustar, reprogramación, quites y cambios, despidos, renuncias y demás. Pero cuando uno gana, cuando se triunfa y se corona, entonces ¿qué es lo que se hace, además de festejar y tatuarse el nombre de los héroes que han llevado laureles y gloria? Esa es la pregunta del millón. La lección de Argentina campeón del mundo en el fútbol, es una moraleja a la que este país nos tiene poco acostumbrados. Excepto en dos ocasiones, y en algún que otro fulgor artístico –o bueno, si vamos más lejos, primeros en vino, en carne y no mucho más-, no tenemos mucha experiencia en ganar. Lo nuestro ha sido siempre perder y perder. Caernos para levantarnos y volver a caer. La lección de una victoria es de lo más atípica. Sin embargo, algo hay para decir al respecto. 

Las cosas, sin besos, tienen otro sabor. Otro color. Otro perfume. Todo asunto sin un sello de labios parece mero trámite, gestión burocrática, palo y a la bolsa y que pase el que sigue.