“Me agarré covid porque me junté a jugar con tres amigos al TEG”. Esto me dijo un alumno a la distancia, dolido y compungido. Días más tarde, de salida por mi pueblo, se vio una escena que era caldo de cultivo para más historias como la de este alumno: gente en las plazas, barbijo fuera, compartiendo bombilla del mate como si fuera un eterno viva la pepa, una primavera for ever. Si el virus fuera un ser pensante, estaría feliz de tanta clientela dispuesta a consumirlo con tanta entrega. 

Pues todos ellos son parte de una tendencia que crece y preocupa: la de aquellos que se contagian del virus por cualquier pelotudez. Y son, en buena media, el motivo principal que se extienda con tanta facilidad por el planeta. 

Es comprensible que la idiotez sea un pasatiempo masivo, en un mundo patas para arriba. Pero lo que jamás imaginamos es que, con un poquito de viento a favor, esa tontera generalizada puede poner a la especie humana al borde de su extinción. 

¿Extinción dijimos? Extinción, así es. Porque si es no este virus vendrá otro. Y si la idiotez descerebrada sigue siendo trending topic, el hombre tiene los días contados. Los médicos y enfermeros son los grandes sabios de estos tiempos. Gente que observa con pavor y espanto, cómo toda esa gente que ellos se esmeran en salvar, hace tanto esfuerzo creativo por poblar las salas de terapia intensiva. 

Si el ser humano sería más inteligente, el virus no pasaba de una ciudad. Pero el mate compartido, el TEG y otras delicias de la vida social, han convertido a un pobre murciélago enfermo en China en el verdugo de un planeta que sólo quiere divertirse. Aunque le cueste la vida.