Por Abdul Wakil Cicco. Basta de tratar a Dios como si fuera el alumno al fondo del aula, aquel al que nadie presta atención. “Para qué hablarle”, dicen los compañeros. “Si nunca tiene nada para decir.”

Tiempo atrás, cuando pateaba a pie desnudo una piedra o recibía el baldazo de un imprevisto, la gente exclamaba “Dios mío”. O, si se enteraba de alguien tocado por el infortunio, clamaba: “¡Dios me libre!”. Hoy, por más que lo apunten con ametralladora, derriben su avión con misiles o enfrenten la inmensidad voraz de un felino, ni se le ocurrirá invocarLo. En todo caso, se esforzará por pedir socorro al 911, publicar una selfie de despedida en Facebook, o, si se queda corto de ideas, sondeará un tutorial en youtube para salir del escollo. Pero recurrir a Dios, ni loco.

No fue ni motivo de debate en la oleada de lenguaje inclusivo. Y con el prejuicio de que es aburrido, ya no Lo invitan ni a las fiestas. Ni siquiera en Navidad. “Además”, justifican los cristianos, inclinados más por el carisma gordo de Papá Noel,”no va a venir. Si Dios siempre se acuesta temprano”.  

Basta de eludir a Dios en las charlas. De usarLo para nombrar goles con la mano en mundiales. O chicas jóvenes de escasa ropa. O saltar cualquier compromiso económico, total: “que Dios te lo pague”.

Se lo mencionará, por supuesto, a Dios en los templos religiosos. Eso sí: con ritmo rapidito y protocolar, como tío lejano y aburrido que vive en la otra punta del planeta y además, pobre tío, no tiene para internet. Pero ni bien pone un pie fuera del templo, el fiel hablará acaloradamente y con el corazón en la mano de “lo verdaderamente importante”. Sexo. Dinero. Fútbol. Es decir, todo aquello que no incluya a Dios.

Antes la gente se confiaba a Dios en todo. No sólo para ir a la guerra o casarse o traer hijos al mundo, lo hacía incluso para cosas cotidianas como ir a trabajar o tomarse el colectivo. Ahora, en cambio, se confían más al pronóstico del tiempo, al GPS, o al sensato vaticinio de los neurocientíficos que juran que Dios es una neurona. Y a esa neurona, cráneo adentro, tampoco la tienen muy en cuenta que digamos.

Hoy en día, Dios es como la letra chica del contrato. Todo el mundo lo firma, pero nadie se fija en él. Una pena: pues si leyéramos el acuerdo completo, descubriríamos que el contrato que firmamos no es de compra venta. Es de alquiler. No somos y nunca fuimos poseedores de nada. Y es así como el chico menos pensado, el último de la fila, aquel que nadie consulta ni se atrevía a mencionar, tarde o temprano vendrá a llevárselo todo.

Esperemos que, en ese día fatal de desalojo, no seamos nosotros las víctimas del bullyng. Que Dios nos salve.