Esta semana veremos una de las consecuencias más radicales de la vida en pandemia: la vuelta de los chicos a la escuela. Porque, sin ánimos de ponernos paranoicos, ¿qué clases de chicos son los que regresarán? Sin dudas, no son los mismos que más de un año atrás cerraron el año. ¿Podrán esos chicos, en la mayoría de los casos, encapsulados 365 días en departamentos, conectados a la abducción tecnológica, prácticamente reclusos en su propia habitación, volver a ser lo que eran? No lo sé, ni nadie lo sabe. El protocolo de seguridad en las escuelas indica que la normalidad aún tardará un tiempo en llegar. 

¿Cómo se sentirá nuevamente un diálogo cara a cara? ¿Los retos, el amor, el bullyng, el recreo? ¿Se producirá de inmediato la chispa de la amistad o tardará, cual plantita mal regada, años en volver a reverdecer? 

Hay niños que su mayor conversación es con micrófonos y pantallas, un mundo sin olor y sin dolor. Sin moretones ni caídas. ¿Cómo será una clase de, en lugar de alumnos, un puñado de burbujas con uniforme? ¿Qué sensibilidad solitaria habrán anidado estos chicos? ¿Tendremos en el futuro a una generación que gobernará el mundo y no podrá empatizar con nadie más que con su propio ombligo? 

Tal vez sólo nos quede esperar que nos vengan a rescatar de nuestra propia soledad e individualismo, seres que desarrollarán la compasión, el altruismo y el amor al prójimo por sobre todas las cosas. Los robots.