Imagine todos los operarios y rubros que involucran la construcción de una casa, desde electricistas, a plomeros, gasistas, albañiles, arquitectos, y si hilamos más fino, diseñadores, decoradores de interior, pintores y demás. Ahora piense lo que hace falta para desmoronar toda esa edificación: un tipo con una grúa y una bola gigante de plomo. En cuestión de horas, el trabajo de meses, se reduce a polvo y escombros. Algo irreconocible.

En todos los planos es igual: construir cuesta un laburo bárbaro, destruir es tan fácil como estornudar.

Es por eso que, cuando ve las imágenes de la Patagonia ardiendo, bosques antiquísimos que llevaron años y años en entramarse, convertidas en cenizas por obra de un puñado de tipos en un auto, enojados con la vida o como parte de una protesta inverosímil, duele. Y mucho.

Este mundo parece bien plantado, firme y resistente, pero lo sostiene un equilibrio delicado y, como bien sabemos, cualquier pisotón o fogón descuidado, es una cascada de tragedias descomunales.

Basta un idiota para echar a perder un bosque. Es suficiente con un borracho al volante para sepultar a una familia. O un demente para acabar con la vida de un Beatle o un presidente.

Esta vida está atada con alambres. O piolín húmedo. No hay que ir por ahí, tijera en mano.

No hay castigo ni justicia humana que equilibre o remedie el desastre de un bosque perdido. Lo único que queda es la moraleja dolorosa de que para salvar este mundo, debemos todos vestir la misma camiseta. O, de lo contrario, nos viene una goleada en contra. Que Dios nos libre del inminente silbato final.