Es un movimiento leve, liviano, sutil. Una vibración agradable en la lengua, entra un vientito por la boca. Puede suceder quieto, acostado. De pie. Sentado. Mirando el techo. Mirando la pared. Y no cuesta demasiado más que eso. Un bailecito del tobogán de carne que tenemos diente adentro. Y hace sentir bien esa descarga. Uno puede, de hecho, hablar para reafirmar que el desastre que es su vida, en verdad, sólo es a causa de los otros. Del mundo. De la pandemia. Del encierro. De Alberto. De mamá que nos destetó antes de tiempo. De las malas juntas.

Puede mover la lengua así y asá, y dar consejos brillantes a amigos y compañeros de trabajo. No demanda nada. Consume escaso oxígeno. No ocupa lugar. Y ni siquiera nos llega a fin de mes, boleta para pagar por los gastos realizados. Así es hablar.

En cambio, lo otro, insume una coordinación abismal de músculos, articulaciones varias, una sincronía pesada de movimientos que, a la larga agotan. Una determinación incómoda, un trazado de disciplina, y una asimilación dolorosa de compromiso. Poner el despertador. Viajar en colectivos de pie. Cuesta esfuerzo, calambre, sudor de camiseta. Así es actuar. 

La distancia que media entre uno y otro, es lo que hace que el mundo brille en teoría, y empalidezca en la práctica. Todos somos un libro abierto. Pero, en la práctica, no servimos ni para aplastar moscas. Somos enciclopedias Británica, máximas de Buda, clones del Dalai Lama, pero en la diaria, tropezamos mil veces con la misma piedra, y movemos el músculo sólo para recibir delivery, para tonificar glúteos o relajarnos de modo tal que logremos la paz interior. Paz inmóvil de cerco electrificado y alambre de púa. Donde nadie entra. Y nadie sale. Y allí, la lengua habla y habla de un mundo mejor, peace and love, love and peace, donde todos somos candidatos fijos al Nobel de la Paz. Y allá afuera, el mundo cruje como Criollita antes de hundirse en el café con leche.