Que Dios está en todas partes pero atiende sólo en capital, es una frase que nos han repetido hasta el cansancio, sin embargo, hay que decirlo de una vez por todas: teletrabajo mediante, Dios ya tiene sucursales por todos lados.

Hace 15 años me retiré a vivir a un pueblo del interior y no hay un solo día que haya pasado desde entonces, donde me haya arrepentido de mi decisión. Mi hija creció aquí desde segundo grado: hoy tiene 21. Mi jardín pelado hoy es un bosque frondoso de rosas y frutales. Antes tenía vecinos de depto a quien no conocía ni de nombre. Ahora mis vecinos y yo, somos una gran familia: yo regalo plantas, mi vecina me obsequia miel, otra me trae pizzetas, y así.

Nadie necesita la capital. Por eso, si quieren cerrar los accesos producto de la disparada de infectados, bueno, ciérrenlos todos: no nos perdemos de nada.

Disfrutemos de la ciudad pero por videítos con vista área de drones. Y que sean cortos. Desde hace tiempo, no hay nada allí para nosotros. Excepto, por supuesto, familia y amigos. Pero uno puede ver películas, acceder a libros de envío inmediato, visitar museos, asistir a teatros y recitales, y todo eso despatarrado en el sillón.

No se preocupe por los controles. Por los retenes en la General Paz y accesos múltiples, no queda nada en pie allí que valga la pena el esfuerzo. Además, fíjese el impacto ecológico que tiene su movilización diaria a la capital. Hágale un favor al planeta, y quédese en casa. Sáquele fotos al atardecer. A sus suculentas. A lo bien que la pasa su gato sin necesidad de la ciudad. A lo lindo que sale el humo del mate enrollándose en el aire.

Dedíquese a vivir su vida en paz. Y ya vendrá la ciudad a pedirle perdón. Y a que le dé una segunda oportunidad.