Al principio, por supuesto, guardarse en casa costó un perú. Hubo que redefinir horarios, reprogramar un modo de vida. Pero con el tiempo, mejor o peor, todos nos readaptamos. Compramos almohadones nuevos. Pintamos las paredes. Compramos una maceta. Un gato. Un hámster. Un observatorio de hormigas. Telescopio. Microscopio. Hicimos de nuestro hogar, un mundo. Algunos, más afortunados, consiguieron casa en la costa y a otra cosa mariposa.

Y claro, no será cuestión ahora de que alguien venga a decirnos que llegó la nueva normalidad. Que hay que volver al trabajo. Al bondi apretado. Al subte sudado. Al sinfín de rutinas de muchedumbre que teñían nuestros días de sudor y lágrimas, en tiempos donde las pandemias sucedían en el cine. ¿Volver a hacer filas? ¿A soportar en vivo y en directo al jefe? Nah. A la mayoría, no la agarran más. 

Esto que parece conquista social inquebrantable, tiene un nombre: síndrome de la caverna. Es decir, nulas ganas de salir de casa. Lo que antes hacía uno con esmero y heroísmo cotidiano, ahora lo cumplen una red infinita de delivery boys. Entonces, ¿para qué salir? 

La vida hoy es una sentada permanente de traste. Con la estufa encendida y el gatito siempre apto para foto en las redes. Y sí: pasaron miles de años, pero volvimos a ser el hombre de las cavernas.