La gente no llora por aludes en el otro rincón del planeta. Por matanzas de pueblos enteros. Por guerras étnicas, raciales, dementes, irrisorias. No lo emociona el hambre, los desplazamientos de poblaciones enteras producto de la guerra, las ciudades en ruinas, ni la devastación de la naturaleza. Ahora bien, a Lio Messi se le pianta un lagrimón en su conferencia de prensa de despedida del Barcelona, al que ataja convenientemente con pañuelito descartable, y al planeta entero se le da por llorar.

¿Cuál es el motivo? ¿Por qué nos resulta más conmovedor que un astro del fútbol millonario y sin grandes problemas afectivos ni de ningún tipo, cambie de ciudad y camiseta? ¿Es el fin de una era, y yo no me dí cuenta? ¿Se me escapó alguna razón cardíaca para largarse a llorar? 

Desde hace tiempo el fútbol se volvió como la prostitución: atractivo por fuera, vacío por dentro. Uno puede, con dinero y ganas, simplemente formar un equipo con estrellas de todo el mundo y armar, por así decirlo, otro Barcelona. En el pasado, el fútbol al menos tenía algo de regionalismo, de equipos enteros que duraban años y años, y uno simplemente empatizaba con ellos producto de la costumbre. Pero ahora nada tiene sentido. 

Es cierto: Messi hizo carrera y epopeya en Barcelona. Pero, vamos, que cambie de club no es la muerte de nadie. ¿Por qué poner la sensiblería en el fútbol y no en otras áreas de la sociedad más necesitadas de que las observemos a corazón abierto? 

El ser humano es un bicho extraño, inexplicable, irresoluto. Y, aún más, sus glándulas lagrimales.