Teniendo hija pequeña es natural que mi casa sea un despelote. Sin embargo, el despelote del cajón no es culpa de mi hija: es todo culpa mía.

Días atrás lo forcé para abrir –pues de tan lleno que está, desborda y se traba- pues había perdido una llave y en medio de la búsqueda ví todo ese mundo del cajón, mi mundo. 

Años enteros de vida, hazañas, viajes, documentos, guita arrugada, todo estaba allí. Claro, como no hay foto para subir a la red, el cajón es sólo una acuarela dispar de lo que uno ha sido. Y tal vez siga siendo. Es un reflejo de lo que llevamos dentro y, en mi caso, ese interior era un revuelo importante.

Allí estaba como si hubiera sido ayer: el pucho apagado por Lou Reed, cuando vino a la Argentina –lo fumó en la conferencia de prensa en un hotel y ni bien terminó me agarré la colilla: un Dunhills-. 

Está la entrada para el show de Jimmy Scott en Argentina, uno de mis héroes. Está aún prolijito el mapa de Meca, de cuando peregriné allí ocho años atrás.

Está el perfume que me dio mi maestro cuando lo visité en las afueras de Estambul: aún está aceitoso, pesado, impregnante. 

Hay billetes arrugados de Marruecos, Turquía, Arabia Saudita. Hay pasaportes viejos. Cajitas rotas. Estudios médicos. Un frasquito aún atesora la piedra infame de mi cálculo renal. Hay protecciones sufís. Y el formulario de un curso de idioma del cual nunca me apunté. Hay cartas que mejor ni abrir. Y fotos de mis hijos pequeños, que se van perdiendo en el tiempo como vagón de tren. 

El cajón es un espejo, ya lo decíamos, un trago largo del pasado. A veces, amargo. A veces dulce. Por las dudas, antes de abrirlo siempre respiro hondo como quien se sumerge en agua, y espero que ese espejo, despelotado, desbordado, tuti fruti, no me haga llorar.