Siempre quise más a los Beatles que a los Rolling. No me pregunten por qué. Tal vez porque eran más experimentales, más románticos menos ásperos.  Sin embargo, Charlie Watts siempre fue mi Rolling favorito. Debió, a mi entender, no ser un Rolling. Debió ser, si nos ponemos puntillosos, otro Beatle. Nunca una curda. Nunca un episodio con la policía. Nunca un sueltito Diario Crónica. Además, Charlie era, en verdad, amante del jazz. Basta escuchar su disco solista para entender qué tenía en la cabeza: más Miles Davis que Satisfaction.

El rock es un lugar extraño. Necesita la cordura para que exista la locura. Y Charlie era quien marcaba el ritmo, parejo, constante estable como rirmo cardíaco, para que el resto, por así decirlo, derrape a sus anchas.

Queríamos a Charlie, abuelo, prolijo, siempre el mismo. La rutina que permite las desbandadas. La gente se preguntaba quién era el más Rolling de los Rolling. Si Keith o Mick. Pero preguntarse eso es como preguntarse cuál es el órgano más importante del cuerpo. Y Charlie, sin duda amigos, era el corazón.

Que su alma descanse en paz. Que el cielo levante ritmo. Y los ángeles dejen el arpa y toquen jazz en su honor. Sin Charlie, no hay Rolling.