Cada vez qué hay elecciones uno las vive como quien se asoma al abismo. El círculo vicioso de la alternancia eterna del poder. Primero uno, luego el otro. Luego el otro, luego el primero.

Por eso es que desde hace un tiempo elijo pasar las elecciones con una práctica que transforma toda esa apatía por la política en una misma acción. En otras palabras, huyo. Escapo bien lejos sin mirar atrás. En micro o en avión. A la espera de que se cumplan los centenares de kilómetros suficientes para respirar en paz y eximirme del voto.

Lamento mucho mi falta de voluntad democrática y ciudadana pero he llegado a la conclusión de que no se le puede pedir demasiado a los políticos pues ellos simplemente son una representación de lo que somos nosotros. Es decir, gente asustada y sin rumbo, que vive de carambola en carambola hasta que cae al suelo.

La historia reciente nos demuestra que para lo único que sirve la clase política, es para lograr que las naciones no terminen por desintegrarse. Son nuestra última ilusión de que, vaya uno a saber, tal vez alguna ocurrencia o un decreto de necesidad y urgencia nos libere de todo mal. De toda malaria. De todo desánimo. Un golpe de suerte que convierta a la soja y la carne argentina en el alimento por excelencia de un mundo devastado por el cambio climático. Quien sabe. Y ahí sí soñar con un país de tren bala, 5G, y gobernadores pulcros y eficientes.

Mientras tanto, seguimos votando con la ilusión vana del cambio y el castigo. Desmemoriados del pesar nuestro de cada gestión.

Y yo, por las dudas, me voy lejos , bien lejos. Me dirán antidemocracia. Pero aquí guarecido y liberado a 500 kilómetros de distancia de mi mesa electoral, yo me siento a salvo.