No importa sus ideas políticas. No importa que ya esté más para el arpa que para el violín. Clint Eastwood a sus 91 años, ya es de bronce y sigue vivo. Acaba de estrenar “Cry macho”, donde aborda –una vez más- la vejez con honestidad. Lo queremos a Clint como quien quiere a un abuelo. Lo sentimos cercano. Lo respetamos. Lo consagramos. Aplaudimos cada centímetro de su metro, 93 de estatura. 

Clint es lo más: le puso rictus y drama, y heroísmo a la guerra, a los vaqueros, a los policías. Le puso pulso y sangre y estructura ósea al cine moderno. Borges decía que el mejor escritor es el que no se nota. Clint es un director que parece, también él, imperceptible en la pantalla. Y ese es su talento: dejar que los personajes brillen en toda su nitidez, y el conflicto cual herida se exponga al desnudo, rutilante, doloroso.

La verdad que, a juicio de Wikipedia, a Clint no le queda nada por hacer: hasta se dio el lujo de protagonizar una romántica que aún hoy te rompe el corazón: “Los puentes de Madison”. Es decir, Clint es difícil de encasillar. Nunca hizo cine de género. El hombre hizo puramente cine. Y no sólo eso: además es un gran músico, produjo documentales de blues y si escuchás la música y su canto sobre el final de la estupenda “Gran Torino”, vas a entender que Clint es, por donde se lo mire, un genio.

Lo queremos a Clint y queremos que viva mínimo 130 años. Nos alegramos por él que siga activo. Alejado de los escándalos. Y enfocado en lo que mejor sabe hacer: poner la vida, sin maquillajes, en la pantalla.