Qué tiempos aquellos donde el teléfono sonaba y uno lo levantaba, pesado y cableado a un zapato con un disco encima con numeritos. El cable era un rulo eterno que, cada dos por tres había que desenredar pues si no, quedabas cada vez más reducido en tu radio de movilidad.

Cada llamada era una sorpresa y podía ser para cualquiera. A veces, era para papá –y papá puteaba porque nunca quería escuchar a los clientes-, a veces era para mamá y si era una amiga, se quedaba horas y la cena se atrasaba. A veces era una chica para tu hermano, que llamaba discretamente sin decir el nombre o si era más oficial, decía: “Lo llama Natalia”. Y así marcaban terreno en la familia como perro que mea en un árbol. 

A veces la llamada era para vos, y del otro lado, había un amigo con un plan. 

Era fascinante: el mismo timbre del teléfono –un sonido potente de grillo- y a todos en la familia se le despertaban impresiones diferentes.

Pero eso no corre más y en plena era donde todos están comunicados con todos, es cierto, el ida y vuelta fluye, pero con otras reglas. Contesta el que quiere, como quiere y cuando quiere. 

Antes uno llamaba y sólo se disculpaba si era después de las once de la noche. De lo contrario, tenía vía  libre. Hoy en día, uno antes de llamar a un móvil lo anuncia por mensaje como si, a continuación, fuera a cometer un crimen irremediable. 

Parece como si todo el tiempo uno estuviera interrumpiendo algo más importante. Algo donde el otro debe poner en pausa y atender la llamada de uno que, vaya saber por qué, se le dio por llamar y no por mandar audios o mensajitos.

Y la verdad que sí: da cada vez más fiaca hablar por teléfono. El audio de wapp es el equivalente al lomo de las comunicaciones. Es decir, no tiene grasa ni hueso. Ni viste qué frío. Ni pero qué calor. Ni cómo saió Boquita. Ni qué tal el laburo. Cero. Mensaje, palo y a la bolsa. Cambio y fuera. Si te he visto, no me acuerdo.

Uno va despachando audios y mensajes a lo largo del día, y lee cruzado mensajes ajenos y acelera los que puede. Lee el diario que quiere la noticia que quiere. El resto de lo que sucede, es editado de nuestros ojos así que, para nosotros, eso no ha sucedido nunca –y así vastas regiones del planeta, son un largo silencio en nuestra mente-. Y al mismo tiempo llegan, por obra y magia de ese cerebro que pronto dominará el mundo llamado big data, un sinfín de publicidades y promociones, que oh qué casualidad, es justo lo que uno hablaba en todos esos mensajes con amigos y demás.

Se extrañan los días donde uno tenía conversaciones verdaderas. Con el almacenero. Con el amigo. Y percibía a veces la respiración cambiada al contar una incomodidad, quizás un nuevo amor. En fin, la vida misma antes de que se convirtiera en una suma de palabras y vocecitas aceleradas de dibujo animado. Trámites que responder. 

Y a eso llamamos hoy en día estar comunicados.