Nadie conocía tantas historias demenciales como mi amigo. La tarde que organizó un casting de freaks –vino hasta un gigante genio de las matemáticas-, la noche que se le escapó una araña en un boliche, la vez que lo visitó Iggy Pop, sus tertulias con Luca Prodan. La última noche que vio a Polo antes de zambullirse bajo las vías del tren.

En los ’90, el amigo había sido dueño de la disco más delirante de la historia, atendida por enanos. Ganaba bien. Lo veneraban como el rey de la contracultura y cada noche, se acostaba con una mujer distinta. “Y aún así”, contaba el amigo, “tenía una tristeza que no te puedo explicar”. 

El amigo me había introducido en la obra de tres capos: Thoureau, Gurdjieff, Rumi.  Era un gran consejero. Veinte años atrás, le conté, en confianza mi iniciación por el mundo de las drogas, esperando que aprobara mi aventura. “¿Te estás drogando?”, me dijo el amigo. “Vos estás en pedo”. Había visto novias, amigos, colegas, desbarrancarse y perder el alma a causa de las drogas. No quería sumar más a la lista.

Sabía todo del amigo. Y el amigo sabía todo de mí. Conocíamos nuestras zonas vulnerables. Nuestras incoherencias. Nuestras batallas domésticas. Cada vez había más gente muerta en la memoria del amigo: la Negra Fernanda, el enano Christian. El fuego del fin echando humo. 

Un día, nos peleamos mal –yo había abrazado un camino espiritual, el sufismo, y el amigo se sintió, creo yo, traicionado-. Estuvimos sin vernos cinco años. 

Semanas atrás, nos reencontramos. Nos pedimos perdón. Le agradecí por decirme siempre la verdad, aún cuando doliera. Recordamos viejos tiempos.  Hablamos de nuestros fantasmas compartidos: la Negra Fernanda –“un angel caído”, dijio el amigo-. Y el enano Christian –“los enanos mueren jóvenes”-.  El amigo me pidió una botella de JB. “¿Estás loco?”, le dije. “Estamos en un hospital”. 

Pasé la noche, acompañando al amigo en su habitación en el hospital Italiano. El amigo seguía siendo el amigo: pidió agua e hizo estallar el vaso, luego quiso escapar y hubo que levantarlo del piso entre tres. Desde la cama, escuchaba sus viejos programas radiales –“el infierno está vacío”, exclamaba allí el amigo, “porque los demonios están todos acá”-. Le reía la mitad de la cara.

 “Escribí un texto”, dijo. “Se llama cómo encontré la iluminación gracias al cáncer”. 

Miré a los ojos al amigo, en cama, algo inflado. El corte en la cabeza de su última operación. Esa cabeza era un tesoro, un circo de otro planeta.  “Pensá que todos los sabios que admiramos”, le dije al amigo, “coincidían en que las cosas no acaban con la muerte”. 

A la mañana siguiente, le dije al amigo si quería partir de este mundo como un sufí. Y le leí un poema de Rumi –era su propio libro que le devolvía después de cinco años- donde compara la muerte como un feto que teme salir del vientre porque piensa que del otro lado, no hay nada. “¿Me lo leés de nuevo?”, dijo. No se lo acordaba.

Días más tarde, el amigo dejó este mundo, de mañana, durmiendo. Se llamaba Sergio Aisenstein. Y sus últimos días, se llamó Abdul Qabir. 

El obituario del mundo, despidió a un genio, un artista irrepetible.

A mí se me fue un amigo.