No verá tanta bondad en sangre en el hombre occidental como en tiempos navideños. Se pone romántico, soñador, propenso al regalismo masivo. Toda ocasión es buena para un abrazo. O para justificar el brindis. 

La gente, en tren de fiesta navideña, es muy gauchita. Le podés dejar la billetera. El móvil. A tu madre. Y tus ahorros prometedores en criptomoneda, y él no sólo los cuidará, además, los multiplicará –a tu madre, no, obvio-.

Porque él es así: sueña con un mundo mejor. Es un amor de gente. 

Está dispuesto a dejar atrás las grietas –es, de hecho, en esta época donde los gobiernos disparan los impuestos, ajustan a mansalva, total: quién quiere protestar-. A saludar a viejos enemigos. A perdonarlo todo. ¿Para qué tanto rencor?, se dice, ¿tanta mala sangre volcada en el odio? 

Reparte flores, chocolates, sonrisas. Qué linda que se pone la gente antes de navidad. El único problemita, la letra chica de todo esto es lo rápido que se pasa. Es un soplo. Porque una vez pasado el 25, y caído en la cuenta de la pesadez y resaca del 26, considerando las cuotas de tarjeta acumuladas por tanto chocolate y regalería inútil envuelto en la embriaguez navideña, se da cuenta que, en lugar sentirse solidario y copado, se percibe como el ser más idiota del mundo. Engañado por una invasión de publicidades que asocian, con mucha creatividad, el acto de ser gente de bien, con dar rienda suelta a la tarjeta de crédito y a la caipiroska. 

Y así estamos, mis amigos. Si la navidad durara un año, el espíritu navideño podría consolidar su ensoñación romántica, y hacer de este mundo un planeta donde todos estemos tomados de las manos cantando villancicos. Donde no haya fronteras. Ni maldad. Ni sinsabores. Habría vitel toné y pan dulce todas las noches. Y los borrachos y los locos pasarían desapercibidos en el medio de la felicidad irrisoria reinante. Y no este lapso brevísimo e interrumpido que deja con sabor a poco y nada. Y más gordo. Y más endeudado. Con la mecha corta. Y la cañita voladora que ya nadie mira.