Despedimos años más o menos potables, más o menos críticos, más o menos dignos, más o menos triunfales. Y a todos ellos les dimos sus merecidos petardos, brindis, corchazos, fogonazo multicolor en el cielo. Los dejamos partir como quien se levanta de la butaca tras una película. Por más bodrio que haya sido, siempre encuentra forma de sacar alguna moraleja.

Pero claro, nunca pero nunca se había visto algo así como esta despedida del 2021 donde se lo despidió –al menos en mi pueblo, los vecinos a viva voz- a las puteadas. En el aire se cruzaban las maldiciones en plena medianoche de cierre de año, como si fuera olor a asado. Dios mío. El mundo concluye un año como si no hubiera nada rescatable en él, ni siquiera la novedad de la pandemia para comentar.

Las olas de variantes del virus que se resiste a ir, suman incertidumbre, desconsuelo, neblina en el horizonte. Los memes insultantes del año que pasó, y con tibia esperanza del año nuevo, son un signo de los tiempos: por primera vez, la humanidad no sabe para dónde disparar. ¿Disparará para el cielo, abriendo nuevos mundos? ¿Aprenderá la lección y tendrá una vida armoniosa, tech y eco a la vez? ¿Abrazaremos a la madre naturaleza y ella nos abrazará a nosotros en un mimo de sintonía fina con todo lo que nos rodea? Quién dice. Quién sabe. Quién se atreve a pronosticar algo. 

Cuando uno salta de un edificio en llamas, lo único que le interesa es salir vivo. Por eso, que este 2022 nos encuentre a todos vivitos y coleando. Y esperemos, con una pizca más de sabiduría para darnos cuenta que el problema no son los años del calendario, el problema somos nosotros que, ni aún con virus letal devastándolo todo nos atrevemos a cambiar.