Cuando era chico, digamos 14 o 15 años, yo quería ser como Rod Stewart. Bah, no sólo yo: todos mis amigos. Toda mi generación. Para ese entonces, Rod sacaba uno de sus discos más vendidos: “No funciona”. Aún recuerdo esa portada –yo lo tenía en casette-: Rod en una silla, la cabeza gacha, el rostro escondido y ese pelo puntiagudo que lo hizo tan famoso –luego me enteré que de joven, lo moldeaba con mayonesa-. Llevaba los jeans destrozados, 30 años antes de que se usaran los jeans destrozados. Y Rod era así, siempre lo fue: un adelantado. 

Es uno de los pocos cantantes que apenas abre la boca, uno sabe quién es. Sin Rod, los ’80 hubiesen sido un plomo. Todavía tengo la imagen de cuando vino a tocar a la Argentina: se calzó la remera de la selección y pateó, con pericia, un balón al aire –luego también me enteré que pintaba para futbolista pero se quedó con el rock-. “La vida de un músico es mucho más fácil que la de un futbolista: puedo emborracharme y cantar, pero no puedo hacerlo y jugar a la pelota”, narró en sus memorias.

Rod siempre reunió todos los condimentos de una estrella: carisma, talento, desbandes no tan extremos como para pasar a la página de obituarios del periódico. Rod se mantuvo siempre arriba, siempre platinado, siempre eterno como James Bond. Hizo de un puñado de sus hitazos un fenómeno global.  “Piensas que soy sexy” a décadas de su estreno, sigue siendo un himno inoxidable como el propio Rod que a los 77, conserva el pelo puntiagudo, está casado con su esposa de hace 15 años, y cada tanto los paparazzis los captan jugando a la pelota con sus hijos en la plaza –tiene ocho bepis-. Y cuando la pandemia se lo permite, sale a dar shows siempre colmados, siempre aplaudidos, siempre inolvidables. Lo queremos a Rod. Y queremos adoptarlo de abuelito. Sexy nono.