Si había pocos santos en esta tierra, con la muerte del gran Thích Nhất Hạnh, que acaba de morir a los 95 años, prácticamente ha quedado vacía de ellos. Qué enorme que era Thich aún cuando era pequeñito. Sin dudas, pocos monjes zen tuvieron su exposición global, su coherencia y su mensaje permanente de paz. Thich fue el equivalente zen al Dalai Lama. Medido. Espiritual. Impoluto. Poético. Siempre al hueso.
Había nacido en Vietnam y cuando lo conoció Martin Luther King dijo que se merecía el Nobel de la Paz.
Era un militante incansable por la paz. Había creado una línea de budismo comprometido con lo social. Era vegetariano. Creó su propia escuela zen –la célebre Plum Village en Francia. Allí pasó más de tres décadas de exilio. Hasta que le permitieron regresar a Vietnam al final de su vida, donde estaba censurado por predicar la paz –lo tildaban en su país de comunista-.
El zen es una práctica conmovedora y sólo apta para valientes: Thich era uno de ellos. No le temía ni al silencio, ni al presente y menos aún a la ilusión de la muerte. Decía que había pasado un año entero llorando a su madre muerta hasta que la vio en sueño y entendió todo: nadie muere. Mamá está siempre con nosotros.
Los poemas de Thich, quien trajo la práctica de “mindfulness” a Occidente, son un tesoro que refleja como pocos el legado de la poesía en el budismo zen: paisajísticos, aéreos, floridos, profundos.
Fue asombroso ver las fotos de su cuerpo, ya sin sus funciones vitales. Thich recostado en la cama, el mismo gesto, la misma serenidad, la misma sencillez del cuarto, y puertas afuera un sinfín de monjes aguardando convertir a su maestro en cenizas. Había estado sus últimos años sin hablar y en sillas de ruedas, tras sufrir una hemorragia cerebral. Pero jamás perdió la paz.
El mundo necesita más gente como Thich que toma el amor, la desgracia y la enfermedad como facetas de una misma moneda. Y lo acepta todo. Todo lo abraza. Tanto en la vida como en la muerte.