No importan los años que pasen. No importa que haya vivido solamente 32 abriles. No importa que su disciplina no brille como entonces. Nada de eso tiene interés: Bruce Lee sigue más vivo que nunca. Se acaba de estrenar “Be water”, tal vez su documental más sólido y abarcador: un repaso pormenorizado por vida y obra del primer artista marcial que copó Hollywood, que incluye testimonios de familiares que, por primera vez, rompieron el silencio.

Si existe un self made man, ese fue Bruce. Fue la primera estrella oriental en sacudir las taquillas de Occidente. En popularizar las artes marciales. Y hasta en escribir sus propias películas –hasta dejó una inédita esbozada en sus diarios personales-. Por si fuera poco, era tan obsesivo de su trabajo, que podía filmar una y otra vez una escena hasta lograr la patada exacta. Algunos dicen que esa rigidez –un cuerpo pequeñísimo sometido al estrés y el entrenamiento sin descanso- habrían precipitado la muerte. Todas esas dudas, Be Water lo resuelve. 

Bruce fue mi primer ídolo, como el de tantos otros. Se batía de igual a igual contra multitudes, contra torres humanas llenas de músculos, desconocía el miedo y la duda. Y, en especial, permitió que él alfeñique que era –y sigue siendo- soñara que uno también podía dar vuelta el tablero si transpirara la camiseta. Queremos tanto a Bruce. Tal vez no fue un sabio. Ni un santo –un poquitín déspota en el set de filmación, un poquitín infiel-. Pero su lucha contra sus propios demonios, lo hizo aún más admirable. Larga vida a Bruce, el petiso que pateó el mundo de los altos en el trasero y se transformó en legado para la humanidad.