El tiempo no borra todo. A veces, también debilita todo. Si no, basta con ver lo que el tiempo hace con un puñado de obras que uno creía inoxidables for ever and ever.

“¿Quién es Chucky, papá?”, preguntó Isa mi hija de 4 años cuando se me dio por hablar de uno de los thrillers más espeluznantes de los ’80 –ya lo sé, no debería haber mencionado Chucky en una mesa con niños-. “Chucky es un muñeco poseído por el espíritu de un criminal al que acribilla la poli en una juguetería”. “¿Y la podemos ver?” preguntó mi hija, pobre criaturita inocente de Dios. “No, Chucky es muy pesado. Muy terrible. Siempre anda con cuchillos y con sed de mal”, le expliqué a ver si entraba en razón. “Veamos un poquito, dale, no voy a tener miedo”, insistió ella. 

Le propuse lo siguiente: miraríamos la foto de Chucky, si eso le daba suficiente espanto, ahí terminaba la cosa. “Ah, papá, pero un muñeco re lindo”. ¿Lindo Chucky? “Y mirá, papá, hasta tiene novia en esta foto”. Ahí recordé que Chucky, ese temible muñeco que nos había asalto las pesadillas de tantos amigos, había estado en pareja en una secuela. 

“Bueno, veámosla un poco”, anuncié. “Sólo para que veas lo que es el miedo”. Y así le puse la última parte de la saga, “El hijo de Chucky” para ver su reacción. Y, oh sorpresa, mi hija no sólo no se espantó si no que quiso verla hasta el final. Y el Cucky temible que yo había visto hacer tantas truculencias, casado y con un hijo, se había vuelvo un flor de pavote. 

Para no estirarla demasiado: mi hija quedó contentísima con la película, con Chucky y toda su familia. Ella, de una generación donde los zombies, los vampiros, y los mutantes aparecen en tazones de leche, en cajas de cereales y hasta en los pañales, mi Chucky –nuestro Chucky- le pareció un muñeco graciosísimo. No sólo eso. Cuando terminamos me dijo: “Para mí próximo cumpleaños, ¿adivá papá, de quién quiero la torta?”  Hagan sus apuestas, amigos.