Hace poco, escuché la teoría más asombrosa sobre los incendios, tiempo atrás que se sucedieron en Patagonia: resulta que una clase de pino, plantado a propósito para recoger madera barata, producía un hábitat proclive para que el entorno se incendiara. ¿Por qué motivo? Pues así las piñas se reproducían a mayor velocidad y el bosque, antes de plantas nativas, se iba cubriendo de esos pinos como plagas que lo arrasan todo. Así es hoy en día, el mundo y sobre todo, las llamas que envuelven y avanzan sobre Corrientes a una velocidad dramática.

No hay dudas: como es adentro siempre es afuera. Y los incendios que proliferan por doquier –primero en el verano europeo, ahora en el nuestro- es un reflejo de que, por dentro, el ser humano se está secando. No tiene frescor, ni esperanza, ni verde. El hombre, atacado por una sed infinita, quiéralo o no, lo está quemando todo. 

Allí donde pasa, deja cenizas. Paraíso que toca, lo vuelve infierno, explotación, basura acumulada. No podemos crear paisajes nuevos pero creamos islotes gigantescos de residuos plásticos que flotan en el océano –han hecho hasta documentas sobre esto-. Se supone que deberíamos cuidar el planeta, pero nos hemos convertido en una plaga extraña: en el pico de la pirámide, no hay predador que nos quite del camino. Y así, seguimos paso a paso, cerilla a cerrilla, fogón a fogón, convirtiendo el planeta verde, en una hoguera donde, tarde o temprano, si las cosas no cambian arderemos todos.