Se llaman drones MQ-9 Reaper. No son drones que filman paisajes. Ni partidos de fútbol. Son drones made in Estados Unidos. Y su propósito es otro: lanzan cuatro misiles a donde uno quiera con pasmosa precisión. Valen más de 100 millones de dólares cada uno. Y el presidente norteamericano Joe Biden, acaba de anunciar que enviará estos muñequitos del demonio a Ucrania para que los defiendan de la invasión rusa. 

Introducir los drones MQ-9 Reaper no es sólo parte del negocio bélico detrás de toda guerra. Además, es el centro de una polémica. El ataque con drones ha dejado un tendal de muertes civiles en varios países, que cometen estos dispositivos “por error”. Familias devastadas. Edificios derruidos. Niños que, dron mediante, han desaparecido. Nadie se hace responsable. Los drones operan sin banderas y sin culpables.

Organizaciones de derechos humanos pusieron el grito en el cielo, una vez que Biden anunció que proveerá a Ucrania con estos drones. Ya hay más de 20 países que disponen de drones de este tipo, y una media docena que se dedican a producir los suyos. 

Las guerras cada vez más dejan de ser epopeya y valentía, y tienen el rasgo perverso de un video juego fatal. 

¿Cómo controlar lo incontrolable? ¿Cómo supervisar quién maneja esos drones cargados de misiles? ¿Cómo señalar culpables de misiles que descargan pequeños robots?  

Nadie lo sabe. Nadie lo dice. 

Nunca ha sido tan fácil matar como en estos tiempos. Basta tener dinero suficiente para comprar el MQ9 Reaper o algunos de los que produce China, Rusia e Israel, las grandes industrias de drones bélicos. El futuro es tremendo. La muerte es sencilla. Y la cobardía se esconde detrás de alguien que allá lejos, arrellanado en un sofá, maneja unos mini controles, presiona un botón y decide quién vivirá y quién, en un segundo, no lo hará.