Que nadie me malentienda: yo los quiero a los Kiss. O, mejor dicho, los quise en su momento, más de 30 años atrás cuando hasta tenía su álbum de figuritas. Me daban miedito e intriga. Sobre todo, Genne Simmons, el bajista, que tenía la lengua tan larga como un tobogán. Y había algo de sangre también metida. Y los otros eran hechizantes y misteriosos. Y había una leyenda tremebunda que consistía en pollitos aplastados por esas botas enormes que visten los Kiss. Y entonces, parecía así, todo era posible para ellos. Y uno se acercaba a su música como quien se acerca a un tigre: con una mezcla de admiración y pavor.

Pero el tiempo pasó. La música se endureció. Aparecieron otros demonios musicales mucho más siniestros como Marilyn Manson y otros enmascarados horripilantes que, a Dios gracias, no recuerdo ni los nombres. Entonces, los Kiss quedaron, admitámoslo, un poquito atrás. Un poquito inocentes. Un poquito blandos.

Y a ese carnaval de máscaras del mal, le vino la inyección indolora pero también insípida de la masividad: se volvieron muñequitos, dibujitos, y hasta salieron a dar shows sin maquillajes, imaginamos, de puro aburridos. El circo se deterioró. Los hitazos desaparecieron. Y así quedaron los Kiss, como piezas de museo ambulante. 

Como les decía al comienzo: no se la agarren conmigo. Yo los fui a ver tiempo atrás, cuando tocaron a cara lavada. Nada mal, el show. Pero parecían más figuras de cera que músicos que siguen buscando novedad y riesgo.

Esos mismos Kiss llegaron días atrás a despedirse a la Argentina. Fueron ovacionados. Aplaudidos por la crítica. Y hasta se sacaron selfies con los polis del estadio. Está bien que las bandas se retiren. Y se despidan, como corresponde, en cada país que les dio la gloria. Aunque, bueno, a veces las despedidas se atrasen, digamos, unos 25 años. Cuando las máscaras están más derretidas que las velas en los castillos.