Si hay algo que necesitamos más que el amor, la amistad, el amor de mamá y papá, o el pan nuestro de cada día, es tener rivales. Tener un enemigo. Tener alguien a quien plantar la semilla de nuestro enojo. Alguien, por así decirlo, a quien echar la culpa de todo lo mal que va el mundo. 

Si no, cómo entenderse la cantidad de rivalidad al divino botón que existe donde quiera que uno vaya. Cuando yo era joven, e iba a los recitales de Charly García, el público vitoreaba a Charly –obvio- y siempre le dedicaba un cantito en contra de Gustavo Cerati, a quien veíamos como la bandera de la pose, lo edulcorado y una víctima más de la moda hitera. Sin embargo, García y Cerati eran amigos. Y, a decir verdad, una música y otra no estaban en las antípodas. De hecho, mucho de los seguidores de Charly eran fans de Soda Stéreo. ¿Entonces para qué descargar con el pobre Gustavo, 30 años atrás? Por –ahora uno lo comprende bien- la necesidad de tener enemigos.

El enemigo es el eslabón perfecto para sentirse más unidos. Es el contraste necesario para poder hablar y decir lo buenitos que somos. Es, si uno se fija bien, a veces todo lo que nos une a ciertas personas: hablar mal y pestes de otro. Morrissey, el genio detrás de la banda The Smiths, cantaba: “No es el amor lo que nos va a acercarnos. Son las bombas”. Las bombas: el temor al otro. El otro que creamos a la medida de nuestros miedos. El otro, el culpable, nuestro cesto de basura personal. 

Me pregunto, 30 años más tarde, con Cerati ya del otro lado del mundo, contra quiénes se la agarrarán los fans de Charly, ya canosos, más allá del pogo, pero aún seguramente con una irresistible necesidad de seguir avivando el fuego de la enemistad al divino botón.

Foto: Monumento a los presentes (obra de Fernando Calvo), San José de Costa Rica.