Dos noches atrás murió mi gato. Un gato pequeño gris, que aún no había cumplido el año y ya había cazado su primer ratón –una ratita chiquita pero que durante esa tarde, lo tuvo muy contento-. Tenía una hermana, que hoy sigue con nosotros. Se pasaban el día jugando. A la lucha, obvio. No hay mucha cosa a la que jueguen los gatos. A la escondida, tal vez, si uno lo mira con detenimiento.
Pero el tema aquí es que, dos noches atrás, el gatito murió. Tom le puso mi hija. Era un divino: nunca una queja. Nunca un rasguño. Y eso que los niños lo zamarreaban de aquí para allá. Pero Tom se dejaba llevar. Fue duro decirle a los chicos que Tom había muerto. “Lo atropelló un auto”, les dije. “Lo siento mucho. Murió en el acto”. Lo chicos miraron como quien hace un paréntesis. Se pusieron tristes un rato. Miraron a la hermana gata. “Hay que cuidarla a la hermana porque si no, se va a poner triste”. Así que transformaron la amargura en asistencia a la otra gatita.
Ese día, una mujer rescatista de gatos nos contó que, en verdad, los gatos superan el trauma de la muerte de un familiar con asombrosa velocidad. “Ellos viven sólo en el presente”, nos dijo. “Y esta idea de hermandad es más humana que gatuna. Ellos siguen con su vida. Están acostumbrados a que, una vez destetados, cada uno sigue su camino”. Y fue así tal cual: la gata siguió como si nada hubiese sucedido. No lloró. No visitó los lugares donde jugaba con su hermano. No miró con nostalgia la caja de cartón donde solía esconderse. Como si nada. Un viento nomás en su memoria.
Por suerte mis hijos no quisieron saber detalles de la partida de Tom. Acostumbrado a jugar, se lanzó sobre las ruedas de un coche como quien se lanza sobre un ratón. No les conté que tuve que enterrarlo en el jardín de casa. Un entierro rápido en plena noche. Tom no tuvo nueve vidas. Tuvo una sola vida grata pero breve.