Dedicarle un día al año para conmemorar a la Pachamama, o sea al propio planeta, como se hace a inicio de cada agosto, tiene sabor a poco. Es como ponerle una curita a alguien que acaba de caer del piso 15. Por mucho que se haga, por mucho que se le cante, por muchas notas que aparezcan en los medios y cuenten el día ancestral donde los pueblos originarios rendían homenaje a la Madre Tierra, no alcanza ni para alfajor Guaymallén.
La aceleración del desequilibrio climático, los incendios inesperados en zonas urbanas, las selvas devastadas, el desierto que crece, el agua que se acaba y la población que aumenta sin descanso, son peldaños en la caída en respeto que tenemos sobre este planeta que merece mucho más que un día.
El planeta no es conejito de Pascuas. No es equivalente al día del amigo. O al día del abuelo. No debería recibir un día en el calendario, que se recuerda y se sigue, palo y a la bolsa. No.
Hemos hecho tanto daño. Tenemos las manos tan llenas de tóxico empetrolados, hemos acabado con tantas especies, que más que celebrar un día, deberíamos ir, todos juntos, como especie, a un confinamiento en un planeta remoto y desértico. Donde, para sobrevivir, haya que cultivar nuestro propio oxígeno.
Este planeta es un regalo fabuloso, y no somos dignos de él. Nos creemos reyes. Y de un día para el otro, este lugar nos puede dar un puntapié y quitarnos de encima como hizo, tiempo atrás, con los dinosaurios. Y eso que seguramente ellos eran menos contaminantes que nosotros.
Entonces, el día de la Pachamama, debería ser el mes de la Pachamama. El año de la Pachamama. El resto de nuestros días de la Pachamama. De lo contrario, en un futuro apocalíptico, la Pachamama será quien celebre el día del Ser Humano. Para recordar a esa especie que se creyó dueña del mundo. Y para ese momento, sólo será un vago recuerdo planetario. Polvo de estrellas en la historia abismal del universo.