Que el Muñeco Gallardo haya renunciado como técnico de River, no debería sorprender a nadie. Sin embargo, lo que asombra no es su paso al costado, si no lo persistente que ha sido este hombre que durante ocho años dirigió a un equipo de primera. Y nadie se planteó jamás en echarlo. Ni cambiarlo por otro mejor.
Claro, en tiempos donde nada resiste ni un año, donde los estantes nuevos se hunden en cuestión de meses, los matrimonios se deterioran en un santiamén y los alimentos se vencen cada vez a más velocidad, que algo resista es prácticamente un milagro. En especial, a los vaivenes futboleros donde, a la primera derrota se pide amablemente primero, y no tan amablemente más tarde, la cabeza del técnico. El técnico es el equivalente deportivo al presidente: están ahí para que uno pueda echarle sus culpas, verter sus desechos cual cesto de basura. Y cuando es remplazado, uno guarda un mínimo de esperanza de cambio.
Pero el Muñeco no sólo no fue quitado a fuerza de presión. Si no que lo hizo por motus propio, aún cuando a su equipo no le iba tan mal en el campeonato. Lo hizo, por así decirlo, porque se le dio la reverenda gana. Y esto es algo que uno debería halagar, aplaudir e imitar.
No todo está perdido. No todo es renovable a la primera de cambio. No todo es víctima de la ansiedad triunfalista de la hinchada. No todo es pone y saca. No todo es material descartable.
Hay cosas, gente que se sostiene. Y eso es saludable. Claro, usted dirá, Gallardo se sostuvo durante tantas temporadas no porque sea resistente, sino porque logró títulos triunfos, batió récords, fue aplaudido y ovacionado. Es cierto. Sin embargo, es cierto también que cuando uno tiene racha ganadora a la primera derrota, le saltan a la yugular. Cuando uno escala, allá arriba en la cima, es todo peñasco y abismo. Cualquier traspié y zas, al fondo del precipicio.
De este modo, creemos entonces que historias como las de Gallardo, en este mundo donde ni siquiera las modas duran un año, es digna de rescatarse, enmarcar, y poner en una cajita de cristal. Necesitamos que las cosas duren. Que la gente dure. Que las creencias duren. Pues, de lo contrario, de tanto borrón y cuenta nueva, vamos a terminar tarde o temprano, reventando toda la hoja.