Como si no fuera suficiente con dos años puertas adentro, como si pasar los últimos tiempos metidos de narices en un barbijo, como si el encierro forzado no hubiese hecho mella en nuestro espíritu televisivo, por lo visto, seguimos necesitando Gran Hermano. De algún modo, fueron pioneros televisivos de la vida en cuarentena. Los primeros en encerrarse a vivir la vida entre cuatro paredes y a sacarse chispas con el resto de los concubinos. Vaya uno a saber por qué, pero la tele reflotó días atrás la no se cuánta edición de Gran Hermano como si nada hubiera pasado.

Y vuelta a ver a un puñado de jóvenes en busca de fama y dinero, soportando los intríngulis 24 horas del dulce arte de la convivencia y la compartida de inodoro y papel higiénico. ¿Será que ahora que salimos tímidamente al mundo con las narices al fin libres, queremos ver cómo otros sucumben al ingrato sinsabor del encierro? ¿Necesitaremos verlos rebotar contra la pared cual espectáculo de pececitos de colores en su pecera? ¿Seremos ocultamente más morbosos de lo que nos creemos?

El resorte secreto que explica por qué Gran Hermano es un formato de éxito mundial es algo que se me escapa. Si fueran celebridades en el encierro, vaya y pase. Pero gente anónima que uno nunca vio en su vida, cuyos quehaceres les interesa menos que los del volante de Aldosivi, es, por no decir otra cosa, sumamente llamativo. Imaginaba que, con el fin de la pandemia, abundarían los programas de viajes, y bosques, y aventuras con vértigo, riscos y cocodrilos en la televisión, pero volver al encierro es puro y llano masoquismo retro. ¿Para qué volver el tiempo atrás cuando hasta ir a comprar al chino era una odisea llena de adrenalina y peligro? ¿Cuándo sacar a pasear al perro era prácticamente un delito penado con prisión? ¿Cuando los sentenciados a prisión domiciliaria se sentían colectivamente a gusto? No se entiende. Nadie lo entiende. Pero por lo visto, sigue funcionando. Nos guste o no, Gran Hermano llegó para quedarse. Hasta que la humanidad se termine. Hasta que lluevan meteoritos. Hasta que el planeta se seque. Hasta que quede el último televidente con vida con el control remoto chipeado bajo la piel, habrá en un estudio de tele no muy lejos de allí, a todo trapo, con un puñado de jóvenes encerrados mostrándonos que, por muy aventurero que sea, el ser humano seguirá siendo un bichito doméstico.