Cada vez que llega un año nuevo, la humanidad respira esperanzada. Siente que, de alguna forma, la vuelta de calendario es un borrón y cuenta nueva. Una posibilidad de cambio. De crecimiento, de evolución. El equivalente a presionar el botón del inodoro: cree, en su infinita ingenuidad, que todo lo que ha arrojado allí en el viejo año, por la magia de un golpe de botón, irá a parar fuera de su vida, al mar abierto.

Es asombroso lo que puede hacer el hechizo de los números. Una vez, tiempo atrás llegó incluso a circular un falso informe que indicaba que aquellos que, a fin de año, se proponían metas para el año siguiente, tenían más posibilidades de llevar una vida plena, satisfecha y direccionada con sus sueños. Pero nada de eso era verdad. Lamentablemente.

La verdad de la milanesa indica que uno puede tener un golpe de timón en su vida y cambiar 180 grados a mitad de año. O puede vivir año tras año sin cambiar en absoluto. Y que entre el 31 de diciembre y el 1ro de enero siguiente no hay diferencia alguna de ninguna clase. Nos guste o no, somos los mismos. Nuestro jefe es el mismo. Nuestro presidente es el mismo.

La humanidad para sentir que va hacia alguna parte pone cifras y cuantificaciones que se sostienen sobre el vacío. Sin ir más lejos, que uno tenga 80 años no indica que sea sabio. Indica nomás que uno es viejo. O que tenga 20 no significa que sea una persona llena de energía y de vida. 

Son tiempos donde todo es fascinación por el big data, y vivimos sostenidos por una red de información que, se cree, vaticina lo que haremos, qué compraremos, qué elegiremos y quiénes somos. Sin embargo, el ser humano está más allá de todo algoritmo. Escapa a toda norma, todo cálculo, y todo calendario. Hemos demostrado que podemos tropezar dos, tres y cientos de veces con la misma piedra –e incluso, arrojarla por el aire y rompernos la cabeza con ella-. Y, por otro lado, podemos dar un salto cuántico evolutivo de la noche a la mañana. 

Por eso, desde este espacio tan honorable, proponemos que oficialmente de aquí y en más, el año dure toda una vida. Y que cada día tenga un nombre nuevo –ni lunes ni martes ni nada, seamos creativos al respecto-. Que los meses no existan. Ni tampoco las estaciones. Que las fiestas no lleven título alguno. De ese modo, podremos escapar de la tentación de que creer en el lema año nuevo vida nueva. Y empecemos así, de una vez por todas, a hacernos cargo de que, ningún recambio de calendario, acabará con nuestra propia estupidez.