No llueve. O, si llueve, llueve cada tantísimo y lo hace en goteo. Antes, sin ir más lejos, las lluvias eran copiosas y torrenciales. Había días enteros de tormentas donde ni el paraguas servía para evitar mojarte. Recuerdo de chico, semanas completas y hasta meses, sobre todo los primaverales, donde llovía cada dos por tres, religiosamente. Pero ahora, según acaba de revelarse, más de la mitad del país sufre de sequía. Y los cultivos y ganadería corren peligro como pocas veces en la historia.
En las grandes ciudades, la falta de lluvia no se nota. El asfalto, los edificios, los tejados todos permanecen igual, llueva o no llueva, seque o no seque. A lo sumo, las plazas estarán un poco más anaranjadas, a pesar del riego artificial. Pero no más que eso.
Sin embargo, en pueblos agrícolas como este donde vivo, la sequía se siente, se ve, se palpa, se huele en el ambiente. Y hasta se escuchan historias de ganaderos que vieron morir a sus vacas pues no había agua ni pasto para alimentarlas. Las mediciones de milímetros llovidos en las escasas precipitaciones siempre tienen sabor a poco. Los rosales de mi vecina no crecen como en otros veranos. Y el césped por más que se lo riegue, con una velocidad alarmante vuelve a amarillear.
Tengo un jardín largo y regarlo cuesta trabajo y tiempo y agua, claro. Así que riego en la medida de lo posible, pero dejo la entrada, del otro lado del muro a la que te criaste. Y el contraste entre uno y otro césped es tremendo: afuera es sequedad incendiada, del lado de adentro es un verdor medianamente respirable, pero, como les decía, con un delgado hilo que lo separa del desbarranco y la paja.
El sol, en tierra seca, es doblemente feroz. Es calentar con fuego una sartén ya hirviendo. Una vez arrasado el césped y las plantas, el sol calcina las raíces como un exterminador impiadoso. Y queda allí una postal pálida de lo que era antes. Un retrato sepia de otro mundo, lejos en el tiempo, que era todo color, a todo verdor. Un mundo que extrañamos cada vez más. Esperemos que vuelva pronto. Antes de que pasemos del color sepia al definitivo desierto donde ya no hay vuelva atrás.