Nunca he visto gente con tanta fe como los turcos. Conocí historias de familias que sufrieron tragedias que derrumbarían tu vida, pero ellas, ni una queja. Me contaron historias del intento de golpe frustrado, años atrás, que fue realmente una movilización popular envidiable de defensa de la república. 

Ví a los turcos, escuché a los turcos, conviví con los turcos, y descubrí que poseen un temple que, como argentinos, estamos muy lejos tener. Vi niños con alma de viejo. Adolescentes que podrían hacerse cargo de hijos y esposa con facilidad: tienen con qué. 

Si la esencia del ser humano fuera un mineral, diría que el mineral de los turcos es mucho más valioso y precioso que el de tantos otros. 

Por eso, cuando sucede un revés como el terremoto de estos días que derrumbó en cadena miles de edificios en su país –también en la vecina Siria-, y los medios muestran un escenario tan devastador que dan ganas de llorar, uno, que los conoce, lo sabe bien: los turcos pondrán la otra mejilla y saldrán adelante. Un tropiezo sólo los hace más fuertes. 

Comparativamente, siempre me pareció un pueblo anciano. Y nosotros, en cambio, un jardín de infantes. Basta con ver el contenido de la tele, los diarios, y las conversaciones en las calles. Conocí media docena de ciudades turcas y descubrí que los turcos aún conservan valores que nosotros perdimos mucho tiempo atrás. Porque no hay peor terremoto que el derrumbe de nuestros valores. Y ahí sí: no hay rescatista que pueda salvarlos.