Ni la pelea contra el narcotráfico. Ni la pobreza que crece. Ni las salideras bancarias. Ni los crímenes pasionales. Ni los piquetes que aquejan más allá toda ideología. El enemigo Number One de la Argentina sigue, fue y será la inflación.
Los gobiernos pasan y la inflación queda. No importa el manual que traiga el nuevo ministro de economía de turno, tarde o temprano la inflación vencerá la batalla. Podrá, en el mejor de los casos, refrenarla un tiempo. Pero apenas baje la guardia, volverá. Y volverá más fuerte que nunca.
No somos aquí expertos en economía. Pero sabemos una cosa: inflación significa deterioro. Desvalorización. Caída libre. Bajada de un hondazo del prestigio en el tablero internacional.
Cada dígito de inflación rampante, uno mismo empequeñece. Empalidece. Se tiñe de sombras y agujeros. Y ve, como un crecimiento al revés, a los otros crecer. Uno queda empantanado como un eterno repetidor escolar. Se hace cada vez más grande y siempre el mismo rival: la inflación que todo lo devora, todo engulle, todo joroba.
Y así el argentino envejece a más velocidad. La novedad, la moda, pasan en un estornudo. Y hasta los antibióticos, parecería, aquí son más débiles y fugaces que en el resto del mundo.
La inflación es más que un dígito alarmante atenazando el cogote, o una medida desesperante que nos delata ante los ojos del mundo. Es una cultura del rebaje. Del deme medio. De la Saladita. Del atado con piolín.
¿Cómo salimos de esto? Bueno, ya le dije: no somos economistas por aquí. Sólo gente cada día más descosida, más decaída, más decolorida. Hasta la copa del mundo en casa, inflación mediante, parece ya más de lata que de oro.