Una misión espacial, de Space X y la NASA, que iba a poner cuatro astronautas fuera de la estratósfera durante seis meses, suspendida a pocos minutos antes del despegue –alegaron fallas en el líquido de ignición-. Un descubrimiento, difundido luego en la Revista Nature, donde el Telescopio Espacial James Webb de la NASA, permitió vislumbrar 100 billones de estrellas. Y hete aquí la sorpresa: a través de rayos infrarojos el telescopio es capaz de detectar galaxias que existieron hace 13.500 millones de años luz, en los albores del big bang. Y mientras esperaban encontrar estrellas jóvenes, el telescopio les devolvió la imagen de constelaciones más maduras de lo que daba todo cálculo.
Conclusión: nadie tiene idea a ciencia cierta, ni qué hay allá fuera. Ni cuándo comenzó el universo. Ni cómo realmente ha sucedido todo.
No llama la atención que el cielo se siga escurriendo de nuestro entendimiento. Lo más curioso es que el ser humano siga actuando como si se las sabe todas. A pesar de que, como vimos, sólo sabe que no sabe nada.
Cada vez miramos hacia arriba, es como si aún fuéramos niños en el universo. Y, de hecho, lo somos. Y, claro está, todo niño tiene la soberbia propia de la ignorancia. El ser humano sigue siendo un bichito nuevo. Un retoño de animalito, pastando en el tablero de Dios. Saca conjeturas erradas. Le cuesta hacer foco y disciplinarse. Siempre quiere más. Y sobre todo, se la pasa rompiendo todo lo que viene a la vista: en este caso, el propio planeta Tierra.
Admitámoslo: estamos más para el jardín de infantes que para la universidad. Más para el chupete que para jugar a ser astrónomos. Somos bebés de pecho disfrazados de adultos. Debe ser por eso que los seres de otros planetas, más ancianos, más sabios, se resisten a venir a darnos una mano. No querrán, imaginamos, perder tiempo con niños que cagan todo lo que tocan. Y rompen todo lo que se les da. Mejor dejarnos solos luchando contra nosotros mismos, en un confín del espacio, a ver si, de alguna buena vez, aprendemos la lección.