Aquella noche en el Velódromo de Marpla, yo no iba a ver a Fito, iba a ver a Charly, que por entonces estrenaba “Cómo conseguir chicas”. Era inicios de los ’90. Y el amigo de mi hermano que me llevó –yo era un pibe, menor de edad-, me dijo: “Fito está a la altura de Charly. Ya vas a ver”. Y tal cual: pasó ese concierto doble de dos leyendas –cada uno hizo su repertorio, Fito iba de telonero- y quedé prendido de Fito también, como un efecto contagio. Por ese entonces, las aguas estaban divididas: los que escuchaban Soda, por un lado. Los que seguían a los Redondos por otro. Y la gente de Pappo. Y luego estaban los que seguíamos a Fito, Charly y Luis Alberto. Esos iban todos juntos, hermanados. A pesar de que, más tarde, cada uno diría que no había encono con los demás, lo cierto es que la gente tomaba partidismos.
Amé a Fito, lo amé durante toda mi adolescencia. De hecho, lo amé tanto que acabé mimetizado: narigón, de rulos, flacucho, lleno de tics. Por entonces, Fito editaba “Tercer mundo” y luego sacaba la maravillosa versión de “El oso”, de Moris. Y yo batallé y batallé hasta que logré un autógrafo en una galería cuando estrenaba un clip del disco. Mientras tanto, yo me ponía al día con sus discos viejos. Todo era tremendo, oscuro, volado, poético. Mis favoritos de entonces eran “Giros y “Ey”. Pero con el tiempo, subió en mi ranking el letal “Ciudad de pobres corazones”. Mis compañeros de escuela, me tomaban el pelo. Fito les parecía un drogón perdido –yo iba a escuela privada algo clasista-.
Hasta que, de la noche a la mañana, Fito se puso de moda. Editó “El amor después del amor” y todo ese revés social que me caía, por sólo parecerme a Fito –y me obsequiaba también, por ósmosis algunas conquistas amorosas-, se convirtió en furor, aprobación y fanatismo inmediato y febril. Los mismos compañeros que lo criticaban me pidieron el disco para grabárselo. Se dejaron el pelo largo. Se cruzaban de piernas igual que Fito. Y los que ya fumaban, empezaban a fumar como Fito, así con la muñeca quebrada y como si el pucho colgara como una uña larga.
Mientras tanto, Fito, se ponía de novio con la Roth, tenía peluquero personal que le retocaba milimétricamente los rulos, y la oscuridad del pasado se disipaba en amor multicolor. Sentí que, de alguna forma, se había cruzado de vereda. Ya no era más la voz de los inadaptados. Si no, la voz de los aceptados: cantaba que escapaba de los fans, o que no contaba el vuelto, y decía que era un hippie pero, a esta altura del partido, yo le empecé a desconfiar. Y yo que, por entonces, no sólo buscaba un artista sino también dónde anclar mi identidad, me frustré. Me peleé. Rompí, por así decirlo, con Fito. Y duró años. Y años.
Seguí subido a la genialidad de Charly hasta, aproximadamente “Tango 4”. Ya “La hija de la lágrima” me sonaba a ruinas de un mundo maravilloso que ya no se repetiría. Recurrí al Flaco Spinetta y a Calamaro. Pero nadie, digo yo, ahora, 30 años más tarde, reemplazó a aquel metejón con Fito. Que tanto entendió. Que tanto captó. Que tanto voló con una generación. Es por eso que ahora a sus 60 años recién cumplidos, yo pelado y de barba, y él canoso y en continuo fervor creativo, puedo decirle abiertamente: ¿y qué tal si volvemos a escucharlo después de escucharlo?