Entiendo perfectamente que la imagen de su Santidad, el Dalai Lama pidiendo a un niño que le succione la lengua, es un poco fuerte. Para decirlo con liviandad.

Pero una cosa es hacer algo que como sus allegados consideraron es una broma pública –y errada, por supuesto- ante los ojos del mundo, y otra, muy distinta, es cometer un abuso a escondidas. Pero no quiero entrar en ese debate tan sensible.

Sin embargo, hay algo que quiero decir: hay pocos líderes espirituales en este mundo con la entereza y la coherencia del Dalai Lama. Nunca dijo nada fuera de lugar. Nunca se lo vio en nada raro. Siempre defendió todo lo bueno del ser humano. Y aún en el exilio, desplazado y con su pueblo destruido, siempre alentó por la paz.

Semanas atrás ví en Netflix el documental sobre la risa, y el perdón basado en su amistad con Desmond Tutu -”Misión alegría”, y es simplemente conmovedor. La alquimia interna del Lama que produjo con el desagarro de su pueblo, y los abusos que provocó la invasión China, en su nación es admirable.

Pocos hicieron en este siglo tanto en pos de difundir la práctica de la meditación, y la reconciliación, y la paz como el Dalai Lama. Es, sin dudas, un bastión de la humanidad. Un tesoro de buenos valores. Lo que se sabe de sus obras de caridad –y las que no- son tan extensas que no entran en ningún artículo como este.

No soy budista. Ni he leído toda la obra del Dalai Lama. De hecho, lo confieso, hasta me aburren un poco sus libros. Aún así, no puedo dejar de admirar y reconocer que este hombre es un referente mundial que es necesario preservar y proteger y, sobre todo, perdonar de cualquier tipo de traspié público.

Pero, en general, la gente no es así: aguarda cual felino, que la figura más inmaculada que exista, el santurrón más impecable, caiga enchastrado en el mismo lodo que ella. De ese modo, justificará también sus propias miserias. Si los santos lo hacen, por qué ellos no.

Una vez escuché una frase que me gusta mucho repetir. Las personas cuando se trata de los demás, exigen: “Justicia, justicia. Castigo a los responsables. Ni olvido ni perdón”. Pero cuando se trata de ellos mismos, reclaman: “Perdón, misericordia. Piedad”.

No medimos con la misma vara a los demás que a nosotros mismos. Si la vara fuera inversa: es decir, si nos exigiéramos más a nosotros y menos a los demás, este mundo sería muy diferente. Habría menos guerras y más gente esforzándose por ser mejor. Habría menos peleas, menos violencia doméstica, menos corrupción, y más santos a la vuelta de la esquina. Gente que, ni más ni menos, saben que las cosas no mejorarán, excepto que mejoren ellos mismos. Y que como bien decía un santo al que, según dicen de tan bueno lo estaquearon en una cruz: aquel que esté libre de pecados, que arroje la primera piedra.