Cada dos por tres, cuando llevo y busco a mi hija por el colegio me cruzo con un clonador. Es un hombre normal y sonriente. Con cierta fama en los medios y como dicen en mi pueblo: saludador. Llega con una camioneta aplastante pero camina con humildad y recogimiento. No anda diciéndolo por ahí pero medio mundo aquí ya lo sabe: es uno de los referentes del incipiente mercado de clonación de caballos. Un secreto a voces que ya revolucionó el juego del polo donde, para decirle un dato, hay partidos donde ya lo disputan 11 caballos clonados.
Y en cuatro torneos locales le dieron el premio al mejor caballo a uno reproducido genéticamente –siempre el mismo, el animal estrella clonado por el gran Adolfo Cambiaso-. Cambiaso es pionero por estos lados: fue el primero en congelar los óvulos de una yegua campeona –la tuvo por tres años- y luego trajo clonada a otra que era Messi en cuatro patas –la vendió en 800 mil dólares-.
La demanda de caballos clonados es alta y millonaria. Y así el polo se pone cada día más como una película de ciencia ficción. Hay científicos detrás del negocio que están levantando en pala y ex polistas, como el que me cruzo a diario, que aportan el seguimiento y la selección de caballos para replicar. Pues para que se dé una clonación exitosa quedan en el camino cientos de intentos fallidos.
Entiendo poco y nada de polo, pero imagino el día no muy lejano donde el fenómeno se extenderá, por qué no, a otras disciplinas. Y llegará un momento donde veremos una final del mundo con cinco Messi en la cancha. O un desenlace de Wimbledon donde dos Roger Federer se miden en un duelo sin fin. Podrá volver, al fin, el Diego más allá de la muerte. Y verlo jugar ante Pelé. Podremos revivir, clonación mediante, partidos enteros y darles a sus integrantes una segunda oportunidad, con solo clonar a los miembros de cada equipo.
El potencial del espectáculo no tiene límites. Eso sí, auguramos un futuro desalentador para los deportistas que, en competencias donde reaparecen las grandes luminarias de su disciplina, buscarán sin suerte ganarse un nombre, con códigos genéticos que ni fu ni fa. Al fin de cuentas, ¿qué oportunidad tiene un 10 en un equipo donde hay tres Maradonas juveniles y veinteañeros en el banco de suplentes?
Quedará nomás, como tantas otras ocasiones, inclinarse sobre el sofá y ver el partido desde casa. Un mundo perfecto, tal vez demasiado perfecto para que nos pongamos la camiseta, nosotros pobres mortales, y salgamos a la cancha ante tanto monumento vivo congelado para la eternidad.