Cuando yo era pequeño, había una publicidad al inicio de cada verano donde se alentaba a las familias a que, al salir del viaje, no dejaran a su perro solo en casa. Ese perro se llamaba Bobby. Y la canción de ese spot caló profundo en los de mi generación que hoy tienen más de 40. Allí la familia se iba a la costa y el pobre pichicho se tenía que enfrentar a una soledad de un mes más solo que, justamente, un perro.
En 30 años, el vínculo y el protagonismo de las mascotas ha ganado más terreno de lo que imaginamos. Una mascota no es una mascota. Hoy en día, una mascota es un miembro de una familia –sino, basta con escuchar el discurso triunfalista de Javier Milei dedicado a sus mascotas, o el vínculo estrecho entre el presidente y su perro Dylan-. Y, llegado el caso, si en ese viaje no se permiten mascotas, la familia puede, también ella, decidir cambiar de rumbo.
Es así cómo un perro no sólo pasó a exigirnos cada día menú diferente –si uno le sirve lo mismo, se ofende-, también quiere entretenimiento diverso, atención full time y compra de juguetes, que a diferencia de mi infancia, los hay y muy variados.
Un perro exigirá su collar con nombre. Su sillón de descanso. Acceso total y absoluto a todas las áreas de la casa. Golosinas. Masajes. Y ser tratado como un niño eterno. Nunca crecerá en sus caprichos. Sólo que, ya crecido y viejo, no le da el cuero para cumplirlos a todos. Algo que se parece peligrosamente al ser humano moderno.
¿Será por eso que el perro sigue siendo la mascota favorita del hombre? ¿Será por esa identificación secreta y subliminal, que permite a dos especies totalmente diferentes en su exterior, reconocerse de un modo profundo y visceral? No lo sabemos a ciencia cierta. Aunque cada vez hay más estudios científicos que buscan encontrar las claves para descifrar ese dilema. Y ese entendimiento mutuo donde, cada año, el perro se vuelve más y más humano. Y el humano se vuelve más y más perro.