Nos guste o no, en tiempos electorales, nos sobreviene el debate presidencial. No hay escapatoria, ni para ellos, ni para nosotros. Los candidatos se calzan sus mejores trajes y afilan los grandes hitazos de su discurso. Planean y ajustan con sus equipos, los manotazos que asestarán a adversarios y definirán modos de cubrirse ante golpes ajenos. De eso trata un debate, de una esgrima discursiva, un duelo de lucimiento personal y ensombrecimiento del resto. En fin: una cretinada a la que estamos acostumbrados y que, como televidentes, saboreamos con oscuro regocijo.
Ahora bien, ¿sirve de algo? ¿El debate define el voto? Imaginamos que sí. Se premiará al más consolidado, el más plantado, el más lúcido en escena, y castigará del mismo modo al más dubitativo, el más tembloroso, el más moroso en respuesta. Pero claro, esto no significa que aquel que demoró más en meditar su respuesta, o no tuvo todas las luces encendidas para pergeñar una salida decorosa a la agresión del rival, sea el peor de los candidatos. De ningún modo. Pues tal vez ese mismo sea el mejor, el más reflexivo, el más moderado, el más con los pies en la tierra. Y el resto sólo sean un puñado de vendedores de humo, de estrellitas fugaces, de efectos especiales. Eso, por un lado.
Y por otro, tal vez lo más importante, que olvidamos en el camino: ¿cuál es el propósito de todo debate? No es medir ganadores y perdedores. No es hacer un conteo cual juez de certamen olímpico a ver quién suma más puntos en su velocidad de respuesta, o la sagacidad de su ataque. No señor. No señora. Lo que debería ser la meta de todo debate, es nutrirse. Dejar un lugar abierto para mejorar del otro. Un debate no es mero subirse al ring y a los bifes. No: debate, cabalmente entendido, debería ser la posibilidad abierta siempre para ser mejor. Si la Argentina debatiera más, como debe debatirse, este país sería un paraíso. O tal vez no tanto, pero sería la mejor expresión de nuestro potencial: el beneficio mutuo de cada idea apoyando una a otra, en un círculo virtuoso. Aún las ideas polarizadas, pueden complementarse. El famoso ying y yang.
El último debate presidencial, más allá de los chispazos, tuvo unos pocos pedidos de perdón –uno por la crisis económica, y otro por su insulto al Papa-. Pero ninguna retroalimentación. Ningún reconocimiento de partes. Ninguna posibilidad de cambio ni de mejora. Ninguna aceptación del otro. Mientras vivamos los debates como quien va a la guerra, seguiremos viviendo en un país polarizado: una gestión se inclina hacia un lado, otra hacia el otro. Y en esa bipolaridad naufragamos desde que tenemos memoria. Un círculo vicioso que nos deja cada vez peor.
Una pena. Cada vez que hay debate me ilusiono con que, esta vez, será diferente. Esta vez, uno aprenderá del otro. Pero no: otra vez sopa. Otra vez piña. Otra vez, ideas batalladas en el ring. Y gane quien gane, mientras el debate no sea puerta abierta y sea, en todo caso, patíbulo y garrotazo, el país siempre es el que pierde por K.O.