En un mundo cada vez más veloz, donde poco a poco se han borrado hasta la tandas publicitarias, si hay algo que duele, incomoda, joroba, es la espera. Nadie quiere esperar.
Ni el colectivo. Ni la fila en el restorán. Ni en la cancha. Quieren todos ya mismo. Sin colas. Sin fila y sin espera.
Tiempo atrás, cuando no existían los móviles, esperar era realmente tortuoso, pues no quedaba más que mirar y mirar o leer revistas viejas en la sala de espera del doc, o simplemente pudrirse bien podrido de aburrimiento.
Ahora no: esperar es aprovechar para contestar mensajes, leer las noticias el diario pendientes, y mucho más, pero aún así todo eso tiene sabor a poco. Pues, muy en el fondo, sabemos que estamos esperando. Que estamos allí atascados por circunstancias ajenas. Y eso es una piedra en el zapato.
Esta semana me dio una fiebre muy alta donde me dolía hasta la ropa, y toda mi familia y amigos, recomendó pastillas que incluían sustancias mágicas –esta tiene efedrina, salís como un tiro- para no esperar a que se me pase en la cama. Y yo, como terco que soy, no les hice caso. El estado gripal me tumbó varios días en cama. No sabría decirles si hubiese sido mejor tomar esas píldoras de todos los colores –yo tomé las tradicionales, obvio- o dejar que la gripe cumpliera su ciclo, poco a poco.
En este mundo apurado, hay frutillas hasta en invierno. Y la conquista amorosa, que antes era una infatigable serie de encuentro, se resuelve en unas pocas líneas de chat. Así estamos. Así somos. No nos gusta esperar. Queremos todo aquí y ahora. Palo y a la bolsa. Que pase el que sigue. Y que esperen los otros. Los buenos para nada como el que escribe estas líneas aún en cama, la remera sudada por la fiebre, y dolor en todo el cuerpo. Vicisitudes de aquel que espera. Y se cocina a fuego mínimo en el horno de la vida.