La ciencia parecerá siempre altisonante, contundente, categórica, concluyente. Sus sentencias resuenan como bajada de martillo. Sus representantes lucen como jueces que tienen, allá donde vayan, la última palabra. Basta con decir “científico” para que el conductor del programa lo escuche con atención, y su cuello
se tuerza un poco en sentido reverencial. La ciencia –qué duda cabe- es la nueva religión. El nuevo opio del pueblo.
Pero sabe una cosa: la ciencia, en un murmullo, un desliz imperceptible en el rincón del periódico, una exhalación de último minuto de boca del conductor del noticiero de la tarde, un suspiro del locutor de radio AM, como sea que lo reproduzca el periodismo, también se puede equivocar.
Claro está, todos cometemos errores, es cosa humana. Usted puede cometer un error, y será maldecido por su pareja, por su prole, por el vecino, por el que viene atrás, por el que viene al costado, por el que viene adelante, pero un error científico es algo que pagamos caro todos los habitantes del planeta tierra.