Al principio se habló del corazón. Que el corazón mandaba. El corazón dictaba qué hacía uno o dejaba de hacer. Era el tiempo de la corazonada. Del corazón roto. Todo giraba en torno al corazón. Pero luego, vaya uno a saber por qué, escaló al cerebro. El mundo se pobló de neurocientíficos que, afirmaban, podían explicarlo casi todo: en ese lóbulo, tomamos decisiones. Con esa parte, sentimos vergüenza. Con esta otra, nos viene el miedo. Con esa de por aquí, nos inundan los sueños. Y así.
Sin embargo, desde hace relativamente poco tiempo, el foco bajó y ahora todo es cuestión de intestinos. Que la flor intestinal. La microbiota. Que tomamos decisiones más con los chinchulines que con el cerebro. Que mantener la cañería interior limpia es un signo auspicioso de longevidad. Y así el mundo se pobló de científicos que nos contaron cómo esos cablecitos en el bajo vientre no sólo absorben nutrientes y transportan popó, sino que son una suerte de centro de operaciones del ser humano. Considerado esto, los medios se llenaron de expertos que nos señalan la mejor dieta para que nuestra flor intestinal esté sanita y salva. Y gracias a esto, descubrimos que necesitamos para lograrlo la ayuda de microorganismos para que trabajen por nosotros. Más microorganismos, más salud. Más cultivamos ese zoológico minúsculo interior, tendremos, así dicen, mejor vida, mejor lucidez, más energía.
El lenguaje popular aún no ha logrado hacer una puesta en valor del intestino, del mismo modo que, tiempo atrás, había hecho con el cerebro y el corazón. Nos resistimos todavía a considerar ese cordón puertas adentro, un órgano mágico que todo lo puede. Creemos tal vez, que el bullyng anatómico y social se debe a su conexión con nuestro orificio excretor, o tal vez, con el contenido que atraviesa al intestino que, por más onda que se le ponga en los medios, y los expertos nos den a entender de la maravilla que sucede ahí y que excede al mero hecho digestivo, no deja de ser otra cosa que un conducto con caca.
No dudamos de que, tarde o temprano, los genios de la publicidad y el marketing, lograrán desprender al chinchulín aún de este lugar incómodo, y lo harán resplandecer en la vía pública, renovado y reciclado. Habrá que actuar rápido antes que otro órgano se ponga de moda, y tal vez, en unos años, hablemos de lo fabuloso de la amígdala o el apéndice o el tímpano o la lengua, y resulta que la vida misma, el secreto de nuestro éxito, longevidad y la mar en coche, ha cambiado de lugar. Y así, el intestino, el cerebro y el corazón volverán a su lugar, anónimos e ignotos nuevamente, al sitio del que nadie vuelve: el de los pobres e ignotos órganos pasados de moda.