Habrá visto que en estos tiempos todo se presta, incluso la pareja. Ya la gente nada compra. Todo pide prestado. Alquila. Hace trueque. No quiere poner el billete para adquirir nada. Sin embargo, usted podrá prestarlo todo y pedirlo todo, pero hay una categoría que jamás de los jamases podrá ser incluida en este hábito tan generoso: el de los libros.
Podrá prestar discos –si es que aún existen-, películas –si es que aún alguien tiene dvd-, podrá prestar guita, el traje –para la fiesta de 15 de la sobrina o el casamiento del sobrino, si es que alguien aún hoy se sigue casando-, pero los libros es otro cantar. La gente que ama los libros ya lo sabe: no presta ni aunque lo tenga repetido. La gente que ama los libros, y tiene bibliotecas ordenadas y prolijas, siempre que llega alguien a casa y sepa que, como él, ama los libros, no le quitará la vista de encima. Pues hay algo aún peor que prestar un libro: que se lo afanen.
Pero claro, ¿por qué la gente que suele ser generosa en otras índoles de la vida, se pone amarreta y desconfiada en cuestión de libros? Es que la prestada de libros tiene sus singularidades y eso provoca que el que pide tenga el campo abierto para no devolver. Claro, si usted presta una película o incluso un disco, podrá al cabo de una semana, indagar si el otro lo vio o lo escuchó. Y reclamar su reintegro inmediato. Pero en cuestión de libros, el asunto es más laxo. Un libro requiere un tiempo considerable de lectura, e indagar por la opinión de un libro que acaba de ser prestado en un plazo de una semana, puede ser tomado a mal. Huele, por así decirlo, a desconfianza. Mostrará la hilacha de que usted está profundamente arrepentido de haber prestado dicho libro, y se olerá a kilómetros la desconfianza que usted tiene en el destinatario de su preciado libro que, ya de tanto acobijarlo en sus brazos, tiene hasta su propio aroma. Es, por así decirlo, como su mascota. Un habitante más de su hogar cuya falta se notará como un peso.
Yo, como tantos lectores ahora reacios a prestar, he prestado muchos libros a lo largo de mi vida. Sobre todo, los libros que me entusiasmaban. Y como tantos lectores, los he perdido en el camino. Y puedo decir después de tantos años, que no creo que ninguno haya sido leído por completo. Hay libros que presté hace 30 años y que aún hoy extraño, pues eran ediciones ya perdidas. Prestados en actos de inconsciencia etílica, actos fallidos que ningún lector debería cometer. Pues, como todo amante de los libros ya sabe: si recibe visitas en casa, visitas de lectores apasionados, jamás se debe beber alcohol. Jamás de los jamases deberá usted perder ni una pizca de lucidez y caer en el acto tremebundo de extender un libro al destinatario en cuestión y decir: “¿Te gusta, Capote? Llevátelo”. Pues no hay juramento que valga para obtener el libro nuevamente. Y los que dicen: “Yo amo los libros. Sé el valor que tienen para vos. Así que siempre los devuelvo”. Si escucha algo así, sépalo de inmediato: ese rufián jamás se lo devolverá en su vida. Olvídese de su amado libro de Capote. No volverá. Excepto, claro está, que usted sea invitado a una casa de otro amante de libros. Y tenga oportunidad de que, el dueño, inclinado a la bebida y por ende al descuido, le diga: “¿Te gusta, Capote? Llevátelo”. Y usted volverá feliz, a su casa, con el libro ahora prestado –por otro- que cayó en la antigua trampa de prestar sabiendo que, en verdad, era una despedida. Llevará un tiempo hasta que el aroma de su viejo dueño se diluya en el aire, y el libro ahora se impregne del suyo, y sea uno más en la familia.