Como todo el mundo sabe, en breve los niños vuelven a clase. Tras una larga temporada de vivir de vacaciones en pleno uso de la libertad, regresan al aula. Regresan a su celda. Y allí quedarán hasta una nueva suelta, medio año más tarde. 

Mientras los niños viven este período con sumo terror visceral, un pavor de gacela llevada al zoo, de canarito entrampado, los padres, por el contrario, lo viven con suma satisfacción. Para ellos, la vuelta a clases, tiene el sabor de la libertad. 

Claro está: deberán retomar la rutina de llevar y traer a horario, pero luego, con los niños ya dentro, o como suele decirse, institucionalizados, respirarán en paz. Pues de algún modo, a partir de entonces, ya nadie podrá endilgarle que su hijo es un maleducado. Ahora, hay un nuevo culpable: si su hijo es un verdadero patán, es culpa de la escuela. Ellos nunca hacen del todo bien su trabajo. Y eso que les pagamos.

Un niño suelto 24/7 en pleno uso de sus vacaciones es un problema, y un potencial peligro de toda clase. Puede meter dedos en el enchufe, puede hacerse adicto a las redes, a las tortas, puede ser picado por mosquito con dengue, y el peligro mayor, puede ser vulnerable a que usted lo eduque como la mona. Ya lo habrá visto año tras año, cada vez que el niño inicia sus vacaciones, usted inicia su arresto. Un niño libre que explora feliz y contento, su libertad más plena, lo pondrá a usted, del otro lado de la balanza, vigilante y absorbido por sus infinitas correrías domésticas. Febril vaticinador de riesgos domésticos de toda índole.

“Ya falta poquito para volver al cole”, le dirá el padre al hijo, con mueca de satisfacción ante el advenimiento de lo inevitable. “¿Tenés ganas de volver al cole, no?” Y dará por supuesto que el niño se muere de ganas de volver a ver a sus amigos, esos rufianes disfrazados de estudiantes, a esa carcelera disfrazada de maestra, cuando en verdad, el que se muere de ganas es usted, señor padre, señora madre. Admítalo. Y si no existen prisiones para niños es por una sola cosa: para eso, ya están las escuelas. La forma más socialmente aceptada de recluir a esas pequeñas fieras, que se parecen tanto a nosotros mismos.