Antes, visto desde ahora, éramos gente de lo más paciente. Hasta hace 20, 30 años atrás aceptábamos con receptividad zen, el llamado al fijo de un número misterioso, confiados en que el destino siempre traería algo bueno. Acudíamos a abrir la puerta ante el primer timbrazo. Soportábamos sin movernos de la silla, los cortes publicitarios. Y no nos parecía tiempo perdido, una charla telefónica con un primo lejano sin más propósito que charlar y charlar.
Es decir, éramos personas tolerantes, verdaderos monjes de los Himalayas, aunque aún lo sabíamos. Hoy en día, si alguien llama directamente sin previo aviso, nos parece un irrespetuoso. Ni qué hablar si hace sonar el timbre sin su debida cita, por más que sea mamá. Si el audio de wapp suma más de minuto y medio, nos parece desfachatez y desmesura.
En síntesis, nos hemos vuelto gente como cables pelados. Y las cosas, considerando las facilidades tecnológicas en el horizonte, no se pondrán mejor. Al contrario. Imaginamos que, así como tiempo atrás, teníamos tolerancia a todo –incluso a la lactosa- y hoy padecemos este estado de grito en el cielo constante, tal vez en el futuro, visto a la distancia, les parezcamos hoy en día, gente aún moderada, y receptiva. Tal vez, aún una sociedad con rasgos mínimos de humanidad en sangre.
Entonces, ¿qué podremos de esperar del mundo que viene? ¿El ser del futuro, acolchonado por las máquinas como si fueran emperadores en serie, le bajará el pulgar a quien sea ante el menor disgusto? ¿Ordenará exterminio de moscas y mosquitos ante el primer zumbido en la lejanía? ¿Tendrá dispositivos que filtrarán audios, mensajes, bocinazos y demás sinsabores de la vida cotidiana a toda hora, contendrá las malas noticias, y sólo le dirá las cosas atenuadamente con musiquita de violines?
No lo sabemos. El tiempo dirá. Ahora bien, con tanto emperador y emperatriz dando vueltas por ahí y sacándose chispas ante el menor pisotón, de algo no hay dudas: va a ser un mundo muy divertido. Ya lo creo.