La gente está alarmada por el nuevo eclipse que dicen, será histórico. Aunque siempre que hay eclipse los medios dicen que será histórico. La gente se preocupa, le viene el miedo al acabose. Siente que será el quiebre, el fin de un ciclo. Una cascada de desastres que se avecinarán de no se sabe bien dónde. El eclipse mete más miedo que brote del dengue. Los expertos en áreas diversas energéticas, advierten de un alerta rojo en todos los órdenes de la vida. El eclipse, juran y perjuran, lo afectará todo.

Los noticieros explican la concatenación de elementos que jaquean la luz solar y producen el famoso y temido eclipse inminente. Los periódicos se llenan de titulares catástrofe. Crónica TV no sabe cómo darle más rojo al rojo de sus carteles amenazantes.

Y así estamos todos, cada vez que llega un eclipse, nos agazapamos, nos cubrimos los oídos, pensamos en un refugio anti bomba, recordamos las películas más apocalípticas que hemos visto para hacernos una idea de lo que puede venir. Y aguardamos a ese instante de oscuridad absoluta, con temor animal. La piel erizada. Los dientes apretados. Pensamos en nuestros hijos. Y nuestra esperanza en un mundo mejor, un mundo al fin, se transforma en un hilo delgado, una burbujita de detergente al aire.

Nos apretamos todos, acobijados en familia, nos sacamos la última selfie, enviamos el mensaje final y amoroso al grupo de wapp de nuestros seres queridos. Nos despedimos del mundo tal como conocimos. Nos vamos a dormir con la certeza de que, eclipse mediante –esta vez histórico-, ya nada quedará en pie. Ni nosotros tampoco.

Y al día siguiente, amanece, el eclipse ya ha pasado –es un pestañeo apenas en la bóveda celeste de Dios-, y uno descubre que la amenaza se aleja como cola de tormenta, el sol vuelve a brillar, y no le queda otra que volver a vivir su triste vida, de sueldito de capa caída, descuentos que se escurren, obras sociales por el cielo, y espera el día en que algo allá arriba venga al fin a hacer borrón y cuenta nueva. Y eso sí realmente sea histórico.