Días atrás la iglesia anunció que Carlos Acutis, un italiano que falleció a los 15 años de leucemia, y era un apasionado de investigar y difundir los milagros de la iglesia, era nombrado santo. El santo más joven de la iglesia. Lo llamaron “el santo de internet” y también “el santo influencer”. Podremos debatir si este es un intento desesperado de la iglesia por retener a fieles jóvenes que escapan apenas puedan, o es verdaderamente una canonización con todas las de la ley. Sin embargo, lo interesante aquí es reflexionar cómo, en un mundo devaluado, a los santos les ha caído también en desgracia la desvalorización generalizada de todo lo que nos rodea.

No hay dudas: ser santo no es como antes. Antes a los santos se los veneraba, se los respetaba, se los tenía en alta estima. Ahora, un santo, en el habla popular, es un santurrón, un buenazo que es simplemente caldo de cultivo para que los villanos hagan lo que quieran con él. Un santo es alguien de pocas luces que más que bueno, parece no tener suficientes luces para ser malvado. Porque, claro está, en un mundo devaluado, en contrapartida, toda la villanía se ha encarecido, apreciado y sobrevalorado. Ser ruin en un planeta como este, exige estudio, dedicación, inteligencia, lucidez. En fin, cuanto más malvado, más genialidad requerirá la tarea. En cambio, ahí tiene a los santos: pobre gente de sandalias, con a duras penas una muda de ropa, con el mismo celular de su adolescencia. Eso, claro, en cuanto a la consideración popular del santo vivo. Pero por supuesto, el santo empieza a ejercer profesionalmente una vez que ha partido de este mundo. Entonces sí: se lo venera, se lo respeta, se le pide alguna gauchada por nosotros que miramos a los santos con cierta penita. Una vez muerto, se lo convierte estampita. Se le dedica, cual slogan, su propia súplica. Y el mundo mientras tanto, sigue girando envuelto en sombras. Con los villanos llenos de trabajo, y seguidores en las redes, y marcas que los auspician. Y los pobres santos vivos, sin plata para desodorante, con el suéter lleno de pelusa, sin abono en Neflix, ni 4G, ni siquiera carga en la Sube para ejercer, como se debe, su santidad.