Llama la atención que en el frustrado atentado contra Donald Trump, lo que ha salido más perjudicado ha sido su oreja. Ha dado la vuelta al mundo la imagen de su oreja goteando rojo, mientras los custodios buscaban cercar al ex presidente y un francotirador abatía al agresor.
No le dio ni en el ojo, ni en la mano, no le atravesó un pie. No le voló el jopo ni le entró por una rodilla. No: el disparo le hirió la oreja. Y eso me trajo a la memoria otras orejas que, a lo largo de la historia, también fueron dañadas y se hicieron tristemente célebres. Tal vez la más famosa, fue la del gran Vincent Van Gogh, cuando en un rapto de miseria y locura autodestructiva, decidió cortarse la suya, vaya a saber por qué razones demenciales –bueno, se sabe que nunca vendió un cuadro en vida, pero no todo artista frustrado se corta sus miembros para protestar, aunque también se dice que la perdió en una trifulca-. Lo llamativo es que Vincent eligió su oreja y, como el agresor de Trump, no apuntó a ningún otro miembro –se hizo tan célebre su arrebato que hasta un grupo pop se bautizó así: La oreja de Van Gogh-.
Más aquí en el tiempo, y fuera del ámbito del arte, y ya en el terreno deportivo, la escena con oreja incluida más impactante de la historia fue la mordida –y escupida posterior- de Mike Tyson, cuando le dio un tarascón a quien le había arrebatado el título, Evander Holyfield y en su segundo enfrentamiento le había dado un cabezazo que, por poco, le costaba un ojo a Mike. Otra vez, un mismo destino: la pobre oreja.
Y así estamos, una humanidad que cada dos por tres le apunta a la oreja, y la gatilla o muerde. Y así sigue su curso, a los tumbos, sin escuchar consejo, sin aprender de sus ancianos. Y a pesar de tener una de respuesto, no le prestamos la oreja a nadie, excepto a nosotros mismos.