Si hay algo que va más rápido que la moda, el dólar blue y la suerte de los técnicos de fútbol en Argentina, son las recomendaciones de lo que debemos y no debemos comer. Que tal alimento es bueno para la memoria. Que tal otro es bueno para envejecer feliz. Que tal legumbre tiene tanta energía que no hace falta nada más. Esto es bueno para los intestinos. Este para la vesícula. Aquello para los pulmones. Para la piel. Para la vista. Hoy en día, parece que cada alimento tiene un órgano que lo sponsorea. Sin embargo, los nutricionistas son gente de lo más bipolar que existe: un día es una cosa y otra día es otra.
El problema no es tanto que existan alimentos benignos para cada parte de nuestro ser, de hecho, por supuesto, es una ventaja enorme para no tomar nunca más un medicamento. El problema es que, cada dos por tres, estas recomendaciones cambian. Y uno termina diciendo: ¿pensé que estaba comiendo este licuado de hortalizas para la vista, y ahora resulta que sólo es buena para la piel, pero yo no tengo problemas piel, yo tengo problemas de vista? ¿Hay calvos que comen tal legumbre para recuperar el cabello y resulta que terminan limpiando su hígado?
En otras palabras, ¿podremos pedir a los amigos nutricionistas que se pongan de acuerdo y realmente nos compartan una lista definitiva de estos asuntos? Al menos que las recomendaciones duren un par de años para que se asienten en el cuerpo y uno no crea que está tirando la plata al divino botón o que se está comiendo una verdurita con sabor a pasto quemado por nada.
Por mi parte decidí, después de tanto renegar con cambios y más cambios en mi dieta, cortar por lo sano –tal vez sano no sería la palabra adecuada, digamos decidí simplemente con cortar-. ¿Y qué es lo que hago ahora? Simplemente como lo más rico. ¿Me gusta la papa frita con huevos revueltos? Me la como. ¿Flan con dulce de leche? Venga, adentro. ¿Empanadas fritas con carne cortada a cuchillo? Media docena para mí.
En algún momento, me digo, los nutricionistas dirán que las empanadas fritas y el flan son buenos para alguna cosa, y eso, al menos momentáneamente, me beneficiará. Y aún si eso no sucede nunca, siempre me queda un consuelo que más que consuelo es mi receta mágica para llevar una vida siempre plena y reconfortante. Es mi lema: si te gusta y te hace feliz, comételo. En definitiva, no hay mejor propiedad para un alimento que justamente te dé felicidad.